El tercer caballo del Apocalipsis
Por Juan Elías Vázquez
Guerras siempre ha habido, pero no tan devastadoras como lo fue la II Guerra Mundial; Las hambrunas también son cíclicas, sólo que nunca antes habíamos previsto una de las proporciones de la que se avecina. Los motivos, según los especialistas, se atribuyen a la desaceleración económica global; al aumento de los precios del petróleo y de los mismos alimentos; a las amenazas del cambio climático, y a que, aunque el mundo produce suficientes alimentos, pocas personas los acaparan.
Los primeros efectos de la hambruna ya se han hecho presentes en países de Asia y África. De acuerdo con un reporte de Prensa Asociada (AP), fechado el pasado 7 de julio, en Burundi, Kenia y Zambia, cientos de miles de personas enfrentan reducciones en las raciones de alimentos. En Irak, 500 mil beneficiarios perderán la ayuda alimentaria que reciben periódicamente. En Yemen resultarán afectados más de 300 mil hogares; mientras que en Camboya, unos 400 mil menores ya se quedaron para estas fechas sin los tazones de arroz que diariamente constituyen su desayuno. El mismo reporte señala que la mayoría de los países en desarrollo padecerá algún tipo de reducción alimenticia en los próximos ¡tres a cinco meses!
Este panorama mundial tan desalentador estaba previsto en las Escrituras desde hace miles de años. El Señor Jesús incluyó el hambre y la guerra en un periodo que describió como “principio de dolores”: “Porque se levantará nación contra nación y reino contra reino; y habrá pestes y hambres, y terremotos en diferentes lugares” (Mat 24:7). De seguro que este texto no es nuevo para usted y, probablemente, lo seguirá oyendo en estos días. Porque para muchos cristianos, los signos de los tiempos no pasan inadvertidos. Por otro lado, no nos sorprende la incredulidad del mundo. Esto tampoco es novedad. El apóstol Pedro declaraba que los necios no cesaban de decir, respecto de la segunda venida del Señor Jesucristo: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres murieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación” (2ª Ped 3:4). O sea, “no pasa nada, se trata de puros cuentos”. Y qué decir de los que se preguntan “¿Cuándo serán estas cosas, para empezar a portarme bien?”. Pedro contesta que “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza…” Y a quienes se acercan a los dichos proféticos por mera curiosidad o miedo, Jesucristo advierte: “El que quiera hacer la voluntad de Dios conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta” (Jn 7:17).
Pero del día y la hora nadie sabe, “ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre”, dijo el Señor (Mat 24:37). Sin embargo, en ese mismo capitulo, Jesús aconseja estar al tanto de los cambios que hacen variar las épocas: “De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca”. No cabe duda, entonces, que nos acercamos al principio de la consumación de los tiempos. Es indispensable que los hijos de Dios agucemos como nunca antes nuestros sentidos espirituales. El curso de los acontecimientos no va a mejorar; al contrario, se agravará en la medida que corran los días y los meses, y llegará a su momento cumbre, cuando cabalgue rampante el caballo negro mencionado en el Apocalipsis (Ap 6:5). De acuerdo con la profecía, el tercer jinete llevará una balanza en la mano, y recibirá esta orden: “Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario”. Un denario era el salario diario de un jornalero, lo cual manifiesta el alto precio que tendrá en un futuro próximo una raquítica porción de alimento. Enseguida, el versículo declara: “…pero no dañes el aceite ni el vino”. Este último dato es de importancia capital para comprender mejor el signo predominante de los tiempos finales: es decir, el imperio de la inequidad o de la injusta distribución de la riqueza. Pues en la exégesis de la literatura apocalíptica, el vino y el aceite se asocian con la prosperidad y la opulencia. Es voluntad del propósito divino, por tanto, que todavía por un tiempo no se dañe la propiedad de los ricos. La especulación y el acaparamiento de alimentos seguirán sin remedio. Para este mundo sumido en la impiedad no hay remedio que alcance. Empero, para los hijos de Dios y para todo aquel que quiera conocer la voluntad del Altísimo y obedecerla nada está perdido. San Pedro concluye que la tardanza del cumplimiento de la promesa significa que Dios “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”. No hay porqué, entonces, correr a escondernos y almacenar latas de comida; tampoco hay que estar dormidos, al contrario, hay que trepar sobre caballos veloces (Ester 8:10) e ir pronto a los perdidos a advertirles del gran peligro que se cierne sobre ellos.
viernes, 24 de octubre de 2008
jueves, 23 de octubre de 2008
Tiempo de vacas flacas
Por Abner Chávez
Los tiempos de los patriarcas de Israel estuvieron marcados por periodos cíclicos de hambrunas, como lo muestra el libro de Génesis (12:10 y 26:1 y 42). Con todo y que Abraham, Isaac y Jacob habían sido abundantemente prosperados en ganados, siervos y riquezas tuvieron que recurrir a Egipto, entonces una potencia mundial, para subsistir y preservar la descendencia del pueblo israelita, de donde nacería Jesús el Nazareno.
El plan global de subsistencia provisto por Dios –el que a la larga permitió la sobrevivencia de la simiente santa–, tan beneficioso para la colectividad, estuvo sin embargo lleno de aparentes desgracias personales.
La historia de José, el hijo mayor de Raquel y el undécimo de Jacob, nos muestra cómo los pensamientos individuales de los hombres no son, por mucho, los pensamientos de Dios. Recordemos que la envidia de los hermanos de José los llevó, primero, a arrojar al muchacho a una cisterna oscura y fría y, posteriormente, a venderlo por 20 piezas de plata a unos mercaderes ismaelitas. Éstos lo llevaron a Egipto, a la casa de Potifar, el mayordomo en jefe del Faraón.
Ahí Dios lo prosperó de tal manera que Potifar lo puso a administrar toda su casa. Pero Dios tenía preparado para José algo más grande que ser simplemente el administrador de una hacienda. Injustamente fue acusado de querer abusar de la mujer de su amo y José terminó en la cárcel.
Ahí, en lo más profundo de la noche, entre gente mala y un pueblo extraño de dioses extraños, José pudo haber renegado de sus convicciones, pudo haberse dejado arrastrar por la corriente del mundo y dejar a un Dios que, aparentemente, lo había abandonado. Pero su relación con Dios iba más allá de las circunstancias. Incluso en la cárcel, el esclavo hebreo fue prosperado y “halló gracia en ojos del principal de la casa de la cárcel” y puso en su mano todos los presos y lo que se hacía en esa prisión, “él lo mandaba”.
Hasta la cárcel llegaron el copero y panadero del rey, acusados de conspiración. Ambos tuvieron sendos sueños, a los que José les reveló el significado. Tal y como lo predijo el hebreo sucedió. Pero tuvieron que pasar dos años antes de que el mismo Faraón fuese turbado por sueños terribles que no lo dejaban en paz.
Soñó el Faraón que estaba junto al río y que del río subían siete vacas hermosas a la vista y muy gordas que pacían en el prado. Detrás de ellas subían otras siete vacas muy feas y flacas que devoraron a las siete vacas gordas. Con todo, las vacas flacas no dejaron su aspecto horrible. Luego Faraón tuvo un segundo sueño semejante con siete espigas. Las primeras, llenas y hermosas eran devoradas por siete espigas marchitas.
Estos sueños dejaron muy turbado al soberano egipcio, quien mandó a llamar a todos los agoreros y adivinos del reino, hasta que el principal de los coperos del rey se acordó de que el esclavo hebreo encarcelado le había revelado su sueño.
Todos conocemos cómo José reveló al Faraón el significado de esos sueños: que las primeras siete vacas y espigas significaban siete años de abundancia y prosperidad. Y las segundas vacas y espigas flacas querían dar a entender que venían siete años de sequía y hambruna tan grandes que “devorarían” los primeros años de prosperidad. Faraón, entonces, nombró a José como su segundo al mando, para que administrase la primera abundancia y que no faltare alimento para el tiempo de hambre.
Aquí habría que hacer un paréntesis. Asenath , la hija del sacerdote egipcio, fue dada como esposa a José. Ella pasó a formar entonces parte del pueblo santo. Fue rescatada de Egipto (aunque seguía viviendo en Egipto) para unirse a su esposo, quien a la postre fue grandemente bendecido en lo material y en lo espiritual. Asimismo como pasa con la Iglesia: hijos de Egipto, del mundo, al ser prometidos al Esposo, pasamos a formar parte del pueblo santo, aunque seguimos en el mundo. Sin tener las promesas hechas a Abraham, Asenath alcanzó la bendición de Dios al unirse a José y sus dos hijos, Manasés y Eprhaim, pasaron a formar incluso dos tribus del pueblo de Israel.
Regresando a la historia, cuando los años de hambre llegaron, los hijos de Jacob tuvieron que recurrir a Egipto, porque la sequía había asolado la tierra de Canán. Fue ahí cuando, luego de hacerlos un poco sufrir, José se reveló a sus hermanos y proveyó alimento y resguardo en tiempo de crisis para toda la descendencia de su padre.
Algunas lecciones tenemos que tomar de esta historia y acomodarla a la situación que se avecina: la Iglesia sabe, porque lo anunció nuestro Señor Jesucristo, que vendrían tiempos de hambrunas, pestilencias, guerras y sediciones. Ahora que los organismos mundiales reconocen que habrá una década de crisis alimentaria, para empezar podríamos administrar nuestros bienes, si es que los tenemos, de mejor manera, sin derrochar, conociendo que los días son malos y que se acercan tiempos peligrosos.
En segundo lugar, y quizá sea lo más importante, el anuncio de la crisis –junto con otras señales que anuncian los tiempos previos al rapto de la Iglesia– debería de poder acercarnos más al trono de la gracia de Dios para depender más de Él, confiar absolutamente en que Dios es nuestro proveedor y buscar más su rostro.
Los tiempos de vacas flacas pueden, todavía, hacer que surjan mejores cristianos, más comprometidos con la causa del Evangelio y más dispuestos a alzar la voz de paz en medio de un mundo lleno de confusión. Un pueblo que proclame la paz de Dios en tiempo de crisis.
Por Abner Chávez
Los tiempos de los patriarcas de Israel estuvieron marcados por periodos cíclicos de hambrunas, como lo muestra el libro de Génesis (12:10 y 26:1 y 42). Con todo y que Abraham, Isaac y Jacob habían sido abundantemente prosperados en ganados, siervos y riquezas tuvieron que recurrir a Egipto, entonces una potencia mundial, para subsistir y preservar la descendencia del pueblo israelita, de donde nacería Jesús el Nazareno.
El plan global de subsistencia provisto por Dios –el que a la larga permitió la sobrevivencia de la simiente santa–, tan beneficioso para la colectividad, estuvo sin embargo lleno de aparentes desgracias personales.
La historia de José, el hijo mayor de Raquel y el undécimo de Jacob, nos muestra cómo los pensamientos individuales de los hombres no son, por mucho, los pensamientos de Dios. Recordemos que la envidia de los hermanos de José los llevó, primero, a arrojar al muchacho a una cisterna oscura y fría y, posteriormente, a venderlo por 20 piezas de plata a unos mercaderes ismaelitas. Éstos lo llevaron a Egipto, a la casa de Potifar, el mayordomo en jefe del Faraón.
Ahí Dios lo prosperó de tal manera que Potifar lo puso a administrar toda su casa. Pero Dios tenía preparado para José algo más grande que ser simplemente el administrador de una hacienda. Injustamente fue acusado de querer abusar de la mujer de su amo y José terminó en la cárcel.
Ahí, en lo más profundo de la noche, entre gente mala y un pueblo extraño de dioses extraños, José pudo haber renegado de sus convicciones, pudo haberse dejado arrastrar por la corriente del mundo y dejar a un Dios que, aparentemente, lo había abandonado. Pero su relación con Dios iba más allá de las circunstancias. Incluso en la cárcel, el esclavo hebreo fue prosperado y “halló gracia en ojos del principal de la casa de la cárcel” y puso en su mano todos los presos y lo que se hacía en esa prisión, “él lo mandaba”.
Hasta la cárcel llegaron el copero y panadero del rey, acusados de conspiración. Ambos tuvieron sendos sueños, a los que José les reveló el significado. Tal y como lo predijo el hebreo sucedió. Pero tuvieron que pasar dos años antes de que el mismo Faraón fuese turbado por sueños terribles que no lo dejaban en paz.
Soñó el Faraón que estaba junto al río y que del río subían siete vacas hermosas a la vista y muy gordas que pacían en el prado. Detrás de ellas subían otras siete vacas muy feas y flacas que devoraron a las siete vacas gordas. Con todo, las vacas flacas no dejaron su aspecto horrible. Luego Faraón tuvo un segundo sueño semejante con siete espigas. Las primeras, llenas y hermosas eran devoradas por siete espigas marchitas.
Estos sueños dejaron muy turbado al soberano egipcio, quien mandó a llamar a todos los agoreros y adivinos del reino, hasta que el principal de los coperos del rey se acordó de que el esclavo hebreo encarcelado le había revelado su sueño.
Todos conocemos cómo José reveló al Faraón el significado de esos sueños: que las primeras siete vacas y espigas significaban siete años de abundancia y prosperidad. Y las segundas vacas y espigas flacas querían dar a entender que venían siete años de sequía y hambruna tan grandes que “devorarían” los primeros años de prosperidad. Faraón, entonces, nombró a José como su segundo al mando, para que administrase la primera abundancia y que no faltare alimento para el tiempo de hambre.
Aquí habría que hacer un paréntesis. Asenath , la hija del sacerdote egipcio, fue dada como esposa a José. Ella pasó a formar entonces parte del pueblo santo. Fue rescatada de Egipto (aunque seguía viviendo en Egipto) para unirse a su esposo, quien a la postre fue grandemente bendecido en lo material y en lo espiritual. Asimismo como pasa con la Iglesia: hijos de Egipto, del mundo, al ser prometidos al Esposo, pasamos a formar parte del pueblo santo, aunque seguimos en el mundo. Sin tener las promesas hechas a Abraham, Asenath alcanzó la bendición de Dios al unirse a José y sus dos hijos, Manasés y Eprhaim, pasaron a formar incluso dos tribus del pueblo de Israel.
Regresando a la historia, cuando los años de hambre llegaron, los hijos de Jacob tuvieron que recurrir a Egipto, porque la sequía había asolado la tierra de Canán. Fue ahí cuando, luego de hacerlos un poco sufrir, José se reveló a sus hermanos y proveyó alimento y resguardo en tiempo de crisis para toda la descendencia de su padre.
Algunas lecciones tenemos que tomar de esta historia y acomodarla a la situación que se avecina: la Iglesia sabe, porque lo anunció nuestro Señor Jesucristo, que vendrían tiempos de hambrunas, pestilencias, guerras y sediciones. Ahora que los organismos mundiales reconocen que habrá una década de crisis alimentaria, para empezar podríamos administrar nuestros bienes, si es que los tenemos, de mejor manera, sin derrochar, conociendo que los días son malos y que se acercan tiempos peligrosos.
En segundo lugar, y quizá sea lo más importante, el anuncio de la crisis –junto con otras señales que anuncian los tiempos previos al rapto de la Iglesia– debería de poder acercarnos más al trono de la gracia de Dios para depender más de Él, confiar absolutamente en que Dios es nuestro proveedor y buscar más su rostro.
Los tiempos de vacas flacas pueden, todavía, hacer que surjan mejores cristianos, más comprometidos con la causa del Evangelio y más dispuestos a alzar la voz de paz en medio de un mundo lleno de confusión. Un pueblo que proclame la paz de Dios en tiempo de crisis.
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