miércoles, 29 de julio de 2009

Segundo Aniversario 2009
Testimonios


El Señor me sanó de cáncer

Por Abner Chávez
Jehová, Dios mío, a ti clamé y me sanaste.
Oh, Jehová, hiciste subir mi alma del sepulcro.
Salmos 30:2-3

No encuentro palabras para agradecer a mi Señor el milagro que hizo en mi vida, y que ahora quiero compartir con ustedes. Estoy vivo y sano por la gracia de Dios, porque sus misericordias son nuevas cada mañana y porque su poder es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
En noviembre de 2008, después de realizar varios estudios, el urólogo del IMSS me confirmó que tenía yo cáncer vesical. Y no cualquier tipo de cáncer, sino el más agresivo, invasor y en estado muy avanzado. “Si se sale de la vejiga, ya no hay nada qué hacer”, me dijo el médico, con tono de preocupación. Debo reconocer que oírlo de labios del especialista me noqueó, a pesar de saberlo ya con anticipación.
Seis meses antes, cuando el dolor atormentaba mi cuerpo, una madrugada, derramando mi alma delante de Dios, le rogaba al Señor que me dijera qué tenía y cómo podía aliviarme. Me llevó a su Palabra, en el libro del profeta Jeremías, y claramente sentí cómo hablaba a mi vida y me anticipaba lo que iba a padecer: un mal sin cura, doloroso y que no había manera de evitarlo. En ese mismo capítulo, sin embargo, daba también una promesa: “Mas yo haré venir sanidad para ti y sanaré tus heridas, dice Jehová”.
Ese pasaje y esa promesa me permitieron enfrentar la enfermedad con tranquilidad. El Señor me quiere conservar la vida, le dije entonces a mi esposa, de otra manera no me lo hubiera anticipado. Incluso así, ya previendo lo difícil, aún tenía la esperanza de que en los exámenes saliera yo limpio. Por eso, al oír de labios del médico las malas noticias, de pronto me quedé sin saber qué hacer.
Entonces busqué el apoyo en la oración de mis hermanos de la Iglesia Cristiana Restauración El Sol, donde me congrego, y simultáneamente pedí una segunda opinión en el Instituto Nacional de Cancerología. Cuando ahí me corroboraron el diagnóstico y la urgencia de atenderse, mi esposa y yo rogamos el apoyo de otros hermanos y congregaciones, entre ellos, algunos lectores de esta revista, y de otras Iglesias, cuyos pastores quisieron ponerme en peticiones. A todos ellos agradezco públicamente, porque entre todos hubo un justo a quien Dios escuchó. ¡Alabado sea el Señor!
Luego de un año de diagnósticos de muerte, cuatro visitas al quirófano, 17 días hospitalizado en Cancerología, una herida de casi 25 centímetros y muchas dificultades, angustia y dolor, los médicos me mandaron a casa sano y salvo, porque los resultados de la biopsia indicaron que ese agresivo cáncer invasor no invadió más allá del órgano que me quitaron, porque la mano de mi Señor no le permitió hacer más daño.
Aún recuerdo cómo, cuando me estaban quitando las puntadas, uno de los médicos le decía a mi esposa que los resultados de patología mostraban que ya no había necesidad de radioterapias o quimioterapias o algún otro tratamiento o medicina. Pero hay que estar atentos, advirtieron, porque “el cáncer no tiene palabra de honor”. Y eso es cierto, el cáncer no tiene palabra, pero mi Señor sí tiene Palabra y el cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de mi Señor Jesucristo permanece para siempre.
Ahora sé que estoy listo para cuando mi Dios quiera llamarme a Su presencia, que puede ser este mismo año, el siguiente o dentro de una década. Sé que eso va a pasar algún día, pero ya no será a causa del cáncer, no. A este enemigo el Señor ya lo derrotó en la cumbre del monte Calvario, donde Él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Este enemigo está ahora bajo nuestros pies.
Apenas en marzo, uno de los médicos que no me había atendido antes, al revisar mi expediente, ya para despedirse, me dijo: “Felicidades, porque no cualquiera sale de esto”. Cuando yo lo conté en una reunión familiar, una de mis cuñadas me atajó: Es que nosotros no somos cualquiera, somos hijos de un Dios vivo.
Y esa es la razón por la que me decidí a publicar este testimonio. Decirte a ti, hermano, que tú eres un hijo del Dios viviente y que si Él me sanó a mí de un mal incurable, también puede sanarte a ti, no importa el nombre de la enfermedad ni los años que tengas sufriendo con ella. Aférrate a la Palabra de Dios y allégate a Su presencia con fe, porque Él no tarda en cumplir sus promesas.
* Editor de La Voz del Amado
Jesús me dió un nuevo corazón
Por Olga Miranda

Los milagros que el alto Dios ha hecho
conmigo, conviene que yo los publique
Daniel 4:2

¿Qué haría usted si le dijeran que tiene tres días de vida? ¿Pasaría el tiempo con sus seres queridos, comería sus platillos favoritos o acudiría al altar a derramar su alma delante de Dios?

Al hermano Tomás García Vázquez, de la Iglesia del Dios Vivo, El Buen Pastor, de Nezahualcóyotl, Dios lo sanó, no obstante que un cardiólogo del Centro Médico La Raza, del IMSS, le daba tres días de vida. De hecho, él se convirtió al Evangelio a causa de este milagro.
Empezó su problema en 1991, cuando le dieron dos infartos. Salió de la clínica 25 del Seguro Social en silla de ruedas. No podía caminar ni comer ni peinarse con sus propias manos. Un día, la hermana Noemí Márquez, que vende ropa en el tianguis, le habló de ir al consultorio de un doctor “que no cobra”. Su esposo Juan y su hijo David fueron entonces a la casa del hermano Tomás y lo llevaron por primera vez al templo y un pastor lo ungió, pero él confiesa que no creía nada. Inclusive cuando los hermanos lo visitaban en su casa, él los corría. “Me acuerdo que le decía a mi esposa: ya vienen a molestar esos individuos, ¡sácalos de aquí! Fíjate, si no me compongo con la medicina que me da el doctor, crees que me voy a componer con una oración. Pues no. ¡Diles que se larguen!”. A pesar de las groserías con que eran recibidos, los hermanos insistieron e insistieron.
Un día, cuando se puso muy grave, lo llevaron a la clínica 25 y de ahí lo mandaron al Centro Médico Siglo XXI y de ahí lo trasladaron a La Raza. Ahí estuvo 28 días internado.
El cardiólogo le explicó que tenía dos arterias lastimadas en el corazón, y un aneurisma en la vena aorta a punto de reventarse, porque era muy delgadita, “y si se la destapamos va a reventar y no lo podríamos operar”.
Al día siguiente, cuando ya venían los camilleros para llevarlo al quirófano, sin saber por qué y sin titubeos, les dijo que no se iba a operar. Minutos después vino el cardiólogo a convencerlo: Señor, se va a morir, le dijo, su vena aorta está por reventar.
Ante la insistencia, lo dio de alta. Mire, señor, nosotros ya no somos responsables de lo que le pueda pasar, porque usted en el camino, con cualquier esfuerzo, se le puede reventar esa vena, ¡usted no dilata ni tres días en su casa, se va a morir!, le advirtió.
“Ese día vinieron a mi casa los pastores, los recibí y me predicaron la Palabra de Dios. En ese momento de angustia y dolor, el pastor Jesús Belmonte me preguntó si yo creía en el Señor Jesucristo. Le contesté que sí. Sin darme cuenta ni saber cómo, la Palabra de Dios ya había entrado en mi corazón.
“Los hermanos me empezaron a decir: vamos a orar por usted, hoy usted se va a levantar de esta cama, Dios lo va sanar. Va a morir para el mundo y va a vivir para Cristo. Hicieron una oración tan ferviente que, cuando ellos estaban orando, empecé a sudar y se calentó todo mi cuerpo y fue un acto divino, algo precioso que jamás en mi vida lo había sentido, Dios me había sanado. Desde ese día, aquí estoy para la honra y gloria de Dios. Tengo 16 años de vida desde ese milagro que el Señor Jesús hizo.
“Cuando se fueron los hermanos se fueron, le dije a mi esposa: quiero ir al baño. Ella me preguntó si me ayudaba. Le dije: no, yo puedo solo. En ese instante pude levantarme, regresé a mi cama. Al siguiente día me levanté a desayunar, pero ya no fue necesario que me dieran en la boca, porque desayuné con mis propias manos. Fue algo maravilloso. Verdaderamente había sido sanado.
“Hermanos, les platico este testimonio, porque mucha gente no me cree, pero quiero decirle a todo el mundo que Cristo salva y este testimonio de la enfermedad que yo tenía quedó registrada en los expedientes de los hospitales donde me atendieron.
“Hoy tengo 72 años de vida que me ha prestado Dios y he hecho muchas cosas que según los médicos no debería de hacer, no tomo medicina porque Dios hizo la obra completa. Por eso los invito a creer en el Señor Jesús, que se conviertan al Evangelio porque creemos en un Dios vivo, que nos sana de todas nuestra enfermedades del cuerpo y del alma.”
Jesucristo derrotó al VIH
Por Joel Vázquez Embriz


Se sabía en la Iglesia que la hermana Ana Celorio y su pequeño hijo Abraham estaban enfermos de sida. La hermana Ana fue contagiada por su esposo, ya fallecido, mientras que Abraham tenía VIH desde su nacimiento. Por labios de ella, y al no poder ocultarlo, la congregación se había enterado. Quien se veía más enfermo era el niño. Varias veces tuvieron que internarlo en el hospital, y los médicos no daban muchas esperanzas. En una de esas visitas forzadas a la clínica quiso el Señor Jesucristo comenzar a hacer la obra de restauración. La congregación, sobre todo el hermano Carlos Martínez, acudían periódicamente al hospital y ahí oraban con mucha devoción por el niño y su madre. Gracias a esta labor del Espíritu Santo, la hermana Ana comenzó a sanar, aunque primero de su alma, pues ella se había apartado un tiempo del Camino.

El sábado 7 de marzo de 2003, en un culto de sanidad divina, la hermana y su pequeño pasaron al altar para ser ungidos. Habían escuchado que la Palabra de Dios enseñaba que “la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si estuviere en pecados, le serán perdonados” (Stg 5:14, 15). Así pues, ambos fueron puestos en las manos cuidadosas del Señor y los resultados no se hicieron esperar. En un culto dominical posterior, la hermana Ana se levantó y testificó que Dios había desaparecido de su organismo al virus asesino que ningún medicamento puede erradicar. Contó que los médicos no creían que el niño estuviera sano, que pensaban que había algún error en los análisis, si no en los actuales, en los pasados y que, por lo tanto, Abraham nunca había estado enfermo, etcétera. Este milagro ocurrió en la iglesia de Xicaltepec Autopan, Estado de México, lugar al que ahora, cada que hay enfermos en fase terminal, llega el doctor que atendió a Abraham para pedirle al hermano Carlos y a la Iglesia que oren por ellos. Así es Dios que, además de sanar, salva de la muerte espiritual a quienes a Él se allegan.
Rescató a mi bebé de terapia intensiva
Por Elsa Mendoza

Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz
y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti.
Isaías 60:1


Una infección en la garganta de Dana Gimena, de dos meses, se bajó al estómago y se complicó. La más pequeña de mis dos hijas tenía diarrea, vómito y dolorosos cólicos y se fue agravando. Oramos en familia y, entre lágrimas, entregué a mi hija a la voluntad del Señor porque, después de todo, de Él había venido. Para el 30 de enero estábamos en Urgencias del hospital del IMSS, porque la nena presentó una distensión abdominal de 44 cm, pues una mala dosis del medicamento provocó un colapso en el intestino y éste se paralizó. A la mañana siguiente estaba en terapia intensiva, los doctores dijeron que la niña estaba muy grave y que por ninguna razón debía irme. Su vida corría peligro, se operara o no. Todos los días clamábamos al Señor. La pequeña se consumía día a día por el riguroso ayuno que tuvo. Le hicieron muchos estudios y le aplicaron medicamentos todo el tiempo: estaba muy lastimada. Recibíamos el reporte médico como un golpe diario, pues no había mejoría. En el pasillo de terapia encontramos a otros padres, casi todos cristianos, que nos dieron apoyo y consuelo, pues orábamos unos por otros. Un amigo nos dio Palabra que, cuando supiéramos por qué estábamos allí, regresaríamos a casa con nuestra hija sana, sin necesidad de operación. De pronto, la niña empezó a mejorar, luego más y así, hasta que aceptó hasta 4 onzas de leche, pues antes sólo había recibido nutrición parenteral por medio de un catéter en el cuello, razón por la que no podíamos cargarla, ¡con lo mucho que nos hacía falta a todos!

Luego de otra valoración, que arrojó por tercera vez la posibilidad de una operación, para sorpresa de los médicos y alegría nuestra, la niña mejoró. Luego de 1 mes hospitalizada, Dana está hoy en casa por la misericordia de Dios, ya recuperada. Antes de salir, el personal del hospital elogió la fortaleza física de la niña, pero les dijimos que Dana, por sus propias fuerzas, hubiera librado una batalla perdida. Ganó la guerra en las fuerzas del Señor. Él nunca la abandonó. ¡Bendito y alabado seas Señor, porque ella nunca estuvo sola, Tú siempre la cuidaste!
* Diseñadora de La Voz del Amado
Influenza

¿Epidemia o pecado?

Por Juan Elías Vázquez


Cuando la influenza se hallaba en su pico más alto, un columnista de un importante diario capitalino comparaba la epidemia mexicana con las plagas de Egipto. Las nuestras, decía el periodista, han sido muchas más de diez: influenza, obesidad, terremotos, inundaciones, sequías, adicciones, pobreza, ignorancia, corrupción, cacicazgos, partidos políticos, crisis económicas, narcotráfico, ejecuciones, inseguridad, ilegalidad, ambulantaje, etcétera. Desde esta perspectiva, nuestro cuadro “epidemiológico” hace ver a Egipto como una caricatura de nación en crisis. ¡Mucho cuidado con esta clase de comparaciones! Porque al Faraón y a su pueblo la peste les llegó por causa de su desobediencia y rebeldía ante el Todopoderoso. Lo que le está pasando a México, por lo tanto, podríamos pensar, es consecuencia de su pecado delante de Dios.

Al grado de descomposición institucional en el país hay que añadir lo que a los ojos bíblicos significa la transgresión de la ley divina, como por ejemplo la legalización del aborto o de los matrimonios homosexuales o la permisión para portar ciertas cantidades de droga. Adquirir un perfil moderno y democrático le ha salido caro al país.
¿Será, entonces, que nuestro alcance de prevaricación (“quebrantamiento de una ley”) delante del Señor ha acarreado nuestros males? Cuesta trabajo aceptarlo, por lo menos en nuestra casa. Es muy fácil afirmar que Dios ha castigado duramente al continente asiático (con tsunamis, gripe aviar, etcétera) debido a su idolatría y a la corrupción de sus costumbres y hábitos alimenticios. Pero… ¿y a nosotros?
Vivimos una época de incredulidad y sospecha. Muchas personas medianamente educadas consideran que creer en Dios no sólo es una pérdida de tiempo, sino que también implica un retroceso intelectual. Con ligereza aducen: “Es que soy agnóstico”, como si eso los volviera superiores. No creer y sospechar van de la mano. Por eso, bajo ningún concepto “racional”, nos podemos atrever a afirmar que las pestes que estamos padeciendo son castigo de Dios.
Pero el cristiano verdadero sabe que esto que vivimos es consecuencia del alto nivel de descomposición social, moral y ética de nuestra nación, que corroe desde los estratos más altos hasta los inferiores; consecuencias lógicas de una estructura corrompida y carente de solidaridad con las clases más desfavorecidas. ¿Y los fenómenos naturales? Signo de los tiempos, fruto de políticas ineficientes en materia de planeación ecológica; resultado del consumo ávido e irracional de los recursos no renovables.
Cualquier otra explicación lógica es aceptable, menos atribuir nuestras desgracias y pasiones doloridas en tiempos de la influenza al juicio Divino. Quien afirme cosa semejante, pobre ingenuo, es oído con una risita condescendiente y recibido con una palmadita en la espalda: “Ya está bien, muchacho(a), te creemos, no te sulfures”.
¿Será que el cristianismo histórico ya no cabe en este mundo rebasado por la historia?
Quizá habrá aquí diez justos...
Por Félix Martínez García

Y eran ambos justos delante de Dios,
andando sin reprension en todos los

mandamientos y estatutos del Señor

Lucas1-5.


En el contexto de la alerta sanitaria por el virus de la influenza humana, no pude resistir enviar un mensaje al pueblo cristiano, porque esta contingencia epidemiológica tiene una connotación espiritual que no debe pasar inadvertida.

Porque hay que saber leer estos últimos acontecimientos desde la perspectiva espiritual, desde el punto de vista divino, de las Sagradas Escrituras, para entender que a este país, a esta ciudad, Dios la tuvo en su noticia y salvó a la población de un mal mayor, porque en esta ciudad y en este país viven, al menos, diez justos.
La misericordia de Dios se hizo patente, porque sólo un Dios misericordioso acepta truncar una catástrofe mayor y, aun en los casos fatídicos, un castigo mayor. Porque sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, por eso debemos sacar lecciones importantes de esta crisis sanitaria.
La más gratificante es saber que, entre nosotros, viven al menos diez justos. Viene a mi mente el pasaje de Génesis 18, cuando Abraham intercede por una decadente y pecadora ciudad –tan parecida ahora a la nuestra– a la que Dios iba a destruir, en la que, ni siquiera, una decena de justos fue hallada para que Dios no destruyese a esa gente.
La presencia de justos a lo largo de los tiempos ha propiciado el engrandecimiento de la paciencia de Dios y una oportunidad más para que los demás busquemos el rostro de Dios. Es necesario entonces definir cómo son los justos de nuestros tiempos.
Por ejemplo, en los tiempos del rey Herodes, Dios tenía en su memoria a dos personas que el evangelista Lucas describe como un hombre y una mujer sin reprensión alguna, acatando todos los mandamientos y estatutos de Dios.
Los justos de nuestros tiempos no son diferentes. Son hombres y mujeres temerosos de Dios. Pero ¿dónde están?, ¿quiénes son?, ¿cómo viven? Sólo Dios los conoce y, dicho sea con mayor propiedad, ellos conforman la Novia de Cristo.
Pero estamos convencidos de que hoy, como en los días de Herodes, estos justos tienen un nombre, un oficio, un hogar. Zacarías y Elisabeth, justos que habitaron este mundo hace más de dos mil años, hacían de esta tierra un lugar de adoración a Dios. Por eso Dios volteó la vista hacia ellos.
Pero no los sacrilicemos. La Biblia no esconde las fallas humanas. Porque inclusive estos justos tuvieron debilidades. Es sabido cómo Zacarías, un hombre viejo, cuando escucha a un ángel que iba a ser el progenitor de Juan el Bautista, este justo no creyó y por esa causa permaneció mudo hasta el nacimiento del niño.
La falta de fe en el anuncio del ángel evidencia la naturaleza humana de Zacarías, el justo; del mismo modo, los justos de nuestros tiempos tienen éstas y otras debilidades. Poder ver este comportamiento en los justos nos hace apreciar aún más la misericordia de Dios, porque perdonó la destrucción de esta pecadora ciudad y, para eso, hubo, al menos, diez justos de carne y hueso.
Ahora bien, en esta contingencia sanitaria Dios fue fiel…
¿Pero tú? ¿Qué pensaste cuando oíste por primera vez las extremas medidas tomadas por el gobierno mexicano? ¿Te dio miedo o te dio gozo? ¿Te acordaste de Dios o lo dejaste al final de tus pensamientos? ¿Qué planeaste hacer con tus hijos? ¿Pensaste en el apocalipsis, en el rapto, en los tiempos finales o saliste corriendo a realizar compras de pánico?
Quizá, como a Elías, hombre de semejantes pasiones a las nuestras, te entró el terror.
¿Pero, acaso no está escrito que el justo por la fe vivirá y el que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente?
¿Acaso no está escrito que el justo dice a Jehová: Esperanza mía y castillo mío?
¿Acaso no está escrito que Dios libra al justo del lazo del cazador y de la PESTE destruidora?
Porque muchos cristianos modernos en esta contingencia confiaron más en el Teraflú, el tapabocas y la vacuna de la influenza que en la oración del justo, que obra eficazmente. Otros, más tibios, se pusieron el tapabocas, simplemente, por si fallaban las promesas de lo alto.
¿Codicia tu alma la casa de oración?
Por Juan Elías Vázquez


Hubo una época en que ni un alma era vista en el templo. Los adoradores habían huido lejos, acrisolados por una fuerza enemiga feroz. A ese periodo terrible –que fue acompañado por la profanación del santuario, entre 175 y 170 aC–, el pueblo de Dios lo recuerda como la abominación desoladora, la más espantosa de todos los tiempos. En ese tiempo el salmista bien podría haber dicho: “Codicia y aun ardientemente desea mi alma los atrios de Jehová” (Sal 84:2).

Hace unos días, concretamente los domingos 26 de abril y 3 de mayo de 2009, por disposición oficial, muchos templos del Distrito Federal y área metropolitana se hallaban igualmente vacíos. Los fieles católicos se conformaron con ver a sus santos detrás de un enrejado o se limitaron a oír misa por televisión. Respecto de la Iglesia evangélica, muchos templos, aunque no todos, se mantuvieron también cerrados al culto público.
La causa no podía ser desestimada: hubo que obedecer un mandato del gobierno y cerrar temporalmente los recintos debido a la contingencia sanitaria por el virus de la influenza AH1N1. Los evangélicos hemos sido tradicionalmente muy respetuosos de las autoridades, que por Dios han sido establecidas (Rom. 13:1), de manera que, en general, se acato la disposición oficial.
¿Desde hace cuánto no permanecía usted un domingo en casa? Era mediodía o en la tarde y usted no iría a la casa de oración. La mañana se presentaba idónea para el asueto, se podía visitar a los familiares y amigos o permanecer de plano en la dulce ociosidad doméstica. Las opiniones al respecto eran muy variadas: “Ante todo –nos escuchábamos decir– hay que respetar las órdenes de la autoridad, que para eso es la autoridad”. “Un desacato de nuestra parte podría ocasionar la clausura del templo y un mal testimonio ante los vecinos”. También tuvimos oportunidad de opinar acerca de nuestros hermanos: “a Fulano y a Zutana les va caer de perlas el descanso; así por lo menos ni se va a notar que faltan, como casi siempre”. Por ahí supimos también que hubo necios que, a pesar de la suspensión del culto público, se atrevieron a abrir los templos.
Al pastor, al predicador, al maestro de niños, ¿cómo les caería este cierre inesperado? El que no tenía la lección lista, el sermón preparado, el consuelo que alivia, casi podríamos decir que respiró con alivio. Otros alabaron la prudencia eclesial: para qué arriesgar a la membresía a un posible contagio, las consecuencias podrían haber sido muy costosas, aun en el corto plazo.
¡Pero basta ya de cardos y espinas, amado hermano! No elegimos ese descanso dominical ni estamos felices por la suspensión temporal del culto. Esta noción libra nuestras conciencias de toda culpa; no nos parece justo, por tanto, ningún reproche.
El impacto de la contingencia sanitaria, en todo caso, será mayor en la economía, la educación, el sano entretenimiento y los sentimientos de las personas. Según la Secretaría de Hacienda, la afectación económica ocasionada por las medidas de aislamiento social será de unos 30 mil millones de pesos, equivalentes a 0.3 por ciento del producto interno bruto (PIB). Por esta razón, las arcas públicas dejarán de percibir diez mil millones de pesos.
Pero, ¿se ha puesto a pensar que, debido a ese cierre temporal del templo, nuestra relación con Cristo podría estar presentando también un déficit? ¿Adónde huyeron los adoradores? La mayoría nos refugiamos en la seguridad de nuestras casas, espantados por una fuerza enemiga feroz. De más está que le reitere que hay que ser obedientes a las autoridades de este mundo o que le recuerde lo que sentencia el Salmo 91, que “ninguna plaga tocará tu morada”. Es por demás.
La cuerda que hoy el Espíritu Santo desea tocar en nuestro corazón tiene que ver más con una visión interior de nuestro diario vivir; es decir, quiere avivar en nuestra alma un dolor por la Casa de Dios, un celo vivo por Sus moradas, una pasión intensa, una ambición desmedida: para decirlo claro, codicia por sus atrios.
A los judíos les fue quitado por tres años y medio el continuo sacrificio, y quedaron interiormente devastados; a los cristianos, doce días de templos cerrados y ¿en qué estado quedó nuestra alma? ¿Deseó tu alma el santuario como el ciervo cuando muere de sed en el desierto? ¿Regresaste al altar con la pasión renovada?
O… ¿sigues llegando tarde a la casa de oración?
Los tiempos del Señor

Barack Obama ¿el inicio del fin?

Por Olga Miranda


La asunción de Barack Hussein Obama a la presidencia de Estados Unidos, el país más poderoso de la Tierra, ha traído una serie de inquietudes acerca del futuro del planeta. La llegada del primer mandatario negro en esa racista nación ha abierto la puerta a todo tipo de especulaciones escatológicas y muchas personas ya ven cercano el fin del mundo y el inicio del cumplimiento de las profecías bíblicas.

Es cierto que el nuevo mandatario enfrenta un panorama desolador. Estados Unidos vive el peor proceso de recesión económica de su historia, inclusive más devastador que la Gran Depresión de 1929. Esta crisis ha repercutido en todo el mundo, incluido México, por lo que Obama se enfrenta en realidad a una prueba sobre el liderazgo –su liderazgo– de la Unión Americana en el concierto internacional.
Muchos ven esta crisis como el inicio del fin. De acuerdo con una interpretación de las Sagradas Escrituras, el Anticristo –el líder mundial religioso y político que dominará al mundo– tendrá que surgir de la antigua Babilonia, apoyada por diez naciones de Europa. Para eso, el imperio estadounidense tendrá que caer, tarde o temprano. Y según esta visión, el resbalón ya comenzó el año pasado. El dólar se tendrá que supeditar, primero, al euro y luego al resurgimiento del Medio Oriente, de donde saldrá presuntamente el nuevo orden mundial.
Por eso, el relevo presidencial en Estados Unidos cobra especial importancia para el pueblo cristiano, sobre todo al reflexionar que esa aún poderosa nación ha sido baluarte en la predicación del evangelio y en la extensión de los valores bíblicos en el mundo. De ahí han surgido misioneros hacia prácticamente todas las naciones, incluidas las comunidades del norte de México a principios del siglo XX.

Discurso multirracial
Barack Obama nació en Honolulu, Hawaii. Está casado con Michelle Robinson Obama. La pareja tiene dos hijas: Malia Ann y Natasha (Sasha).
El 20 de enero pasado prestó juramento como el 44 presidente de Estados Unidos. Recibe como herencia de George Bush dos guerras: en Irak y en Afganistán, a las que deben sumarse la recesión económica mundial. Además, deberá enfrentar la crisis de Oriente Medio, una zona especialmente conflictiva. ¿Mantendrá el nuevo mandatario el histórico apoyo a la nación de Israel?
Pero, ¿cómo es que en una nación proverbialmente racista pudo asumir el poder un hombre de origen afroamericano?
El discurso social multirracial de este abogado demócrata de 47 años y su imagen fresca, además de un temple de acero en los momentos cruciales de la contienda, fueron algunas de las principales razones que lo catapultaron a la presidencia.
Obama se graduó de la Universidad de Columbia y de la prestigiosa escuela de derecho Harvard Law School. Fue senador por el estado de Illinois. Apenas fue el quinto legislador afroamericano en el Senado estadounidense y fue el primer candidato afroamericano del Partido Demócrata.

Entre los sueños y la esperanza
Obama regresó a Hawaii a los diez años para vivir con sus abuelos maternos y tener acceso así a una mejor educación. Ese ir y venir lo ha equipado, en su opinión, con las herramientas necesarias para tender puentes y forjar alianzas. Su media hermana, Maya Soetoro-Ng, lo explica de otra manera: “Se mueve entre varios mundos, es lo que ha hecho toda su vida”.
Bautizado por algunos como “la gran esperanza blanca”, por encarnar el sueño de reconciliación en un país con profundas divisiones raciales, Obama ganó relevancia en el panorama político estadounidense durante la convención nacional del Partido Demócrata en Boston, en 2004.
Fue allí donde pronunció el discurso programático en el que instó a cerrar las heridas raciales abiertas en el país. “No hay un EU blanco y un EU negro, sino sólo los Estados Unidos de América”, dijo entonces.
Además de conciliatorio y unificador, el mensaje del joven senador de Illinois fue también un mensaje de esperanza, ingredientes que impregnan desde entonces su retórica.
Su esperanza, según él mismo proclama, “es la de los esclavos entonando cánticos de libertad frente a la lumbre, la de los inmigrantes que emprenden rumbo a costas lejanas”.
Pudo estudiar en las universidades de Columbia y Harvard; luego vino la etapa como profesor y defensor de los derechos civiles en Chicago, su elección como senador estatal y su desembarco como senador en Washington en 2004.
Ayudado por su carisma, Obama se ha ganado una popularidad similar a la de una estrella del rock, que sus rivales políticos han utilizado contra él para presentarlo como una simple “celebridad” con mucha labia y escasa preparación para los desafíos del poder.
Sus dos libros autobiográficos The Audacity of Hope (La audacia de la esperanza) y Dreams from my father (Sueños de mi padre) se han convertido en los más vendidos.
Los observadores mencionan con frecuencia que el secreto de su éxito obedece a un arma rudimentaria: el poder de la palabra. Pero no sería sino hasta 2004, durante su campaña hacia el Senado, cuando introdujo los elementos de “esperanza, cambio y futuro”, que ahora tiñen la entusiasta retórica que tan buenos resultados le ha dado.
Obama asegura no haberse percatado de su poder dialéctico hasta que participó en una marcha contra la segregación racial en la universidad y descubrió que había captado la atención de los asistentes tras empezar a hablar.
Los congregados se quedaron callados y me miraban”, recuerda en Dreams from my father.
¿Se convertirá este presidente en el último que mantendrá la hegemonía sobre el concierto de las naciones? ¿Disminuirá el histórico apoyo a Israel y lo dejará pelear solo ante las naciones árabes? ¿Usted, qué piensa?

lunes, 15 de junio de 2009

¿Emisario de la paz?
Por Juan Elías Vázquez

El mundo está asqueado de la guerra. Siempre la ha temido; pero nunca antes había podido protestar con tanta libertad y éxito en contra de sus propios gobiernos o de potencias militares agresivas. Las “purgas étnicas”, los atentados terroristas y la guerra en el Medio Oriente son el blanco predilecto de las ONG (Organizaciones No Gubernamentales) y de un amplio sector en las sociedades occidentales. El ingrediente clave que nutre estos reclamos legítimos es la tolerancia o simpatía hacia las costumbres y pensamientos de las minorías. Se cree que si los ciudadanos de las diferentes naciones no terminaran por recelar o aborrecer a quienes piensan distinto de ellos el panorama global luciría otro rostro. La realidad es que, por ejemplo, los países “cristianos” desconfían espantosamente de los musulmanes, ateos o comunistas (como Libia, Cuba o Corea del Norte). Por su parte, desde muy jóvenes, los musulmanes de cualquier nación aprenden a odiar más o menos a los “demonios occidentales”. Ese choque de culturas va más allá del mero conflicto religioso; al final del día, no obstante, la visión mística que posee una y otra sociedad de la guerra es la que termina por imponerse nacionalmente. Para el de Oriente Medio, el solo nacimiento bajo la bandera de la Media Luna supone una Yihad o “guerra santa”; para el ciudadano promedio de Occidente, el corazón se parte en dos a la hora de juzgar su mundo amenazante: por un lado, la psicosis colectiva que vive lo obliga a temer de todo aquel sujeto con aspecto de palestino o iraní, y por otro, su sensibilidad civilizada lo compele a reclamar airadamente el uso desequilibrante en esa región del armamento europeo o norteamericano.
Así las cosas, hay que apostar por el poder mediático que conmueve hoy por hoy la conciencia de Occidente. Pues no hay duda que quien consiga obtener un ápice de paz en la dura tierra del Asia Menor ganará también, en el corto plazo, altos niveles de popularidad, lo cual debe leerse como aglutinamiento de poder de decisión en una de las zonas más estratégicas del planeta. Una rebanada de pastel por demás apetitosa.
La población del mundo está al tanto de lo que haga –y no tanto de lo que pueda hacer- el nuevo presidente de los Estado Unidos, la potencia más influyente del contexto global, Barak Obama. Este hombre incluye en su personalidad esos elementos que tanto impacto tienen en la arena política y de los medios de comunicación masiva: ambigüedad religiosa, diversidad racial y un cierto descaro a la hora de opinar sobre asuntos de política domestica e internacional. Hay que decir, que la sociedad en pro de la paz –amplia mayoría en este lado del mundo- ha cifrado sus esperanzas en el nuevo presidente, pues harta está ya de intentos medrosos, de gobernantes belicistas o primeros ministros entorpecidos por el olor de la pólvora, al estilo Bush y Aznar.
No faltará quien diga, sin embargo, que con Barak Obama en Washington pronto flameará también un nuevo estandarte en la Casa Blanca: el del Islam, aquella bandera roja de sangre con un centro blanco en forma de estrellas y media luna.
El futuro de la higuera
Por Sinaí Ocampo

Nadie sabe el día ni la hora cuando el Hijo de Dios habrá de regresar a la Tierra ni las condiciones económicas, políticas, sociales y religiosas que prevalecerán en ese tiempo. Pero, cada vez que hay oportunidad –por ejemplo al término de un siglo o de un milenio o con la llegada de un nuevo mandatario a un país poderoso–, la gente comienza a especular sobre el futuro del mundo y la llegada de nuevos mesías.
De ahí que muchas personas sientan la inquietud de ver llegar a la presidencia del país más poderoso del mundo a alguien sustancialmente diferente del resto de sus 43 predecesores. Y en la asunción de Barack Hussein Obama, muchos comienzan a ver señales.
Lo primero que salta a la vista es que se trata de un hombre de origen negro (su padre es keniano), lo cual resulta una paradoja en un país hasta hace años racista, donde hace apenas tres décadas no dejaban entrar a los restaurantes a “negros, perros ni mexicanos”. ¡Obama resultó ser apenas el quinto senador de color en la historia de Estados Unidos!
Pero, además, muchos dudan de su formación cristiana, dado que al ser abandonado por su padre a los dos años de edad, su madre se casó nuevamente con un indonesio, por lo que Barack tuvo que emigrar a Yacarta, en donde a los seis años y durante 48 meses recibió educación en un colegio católico y convivió con la gente de un país de mayoría musulmana.
Todo lo anterior conspira contra el nuevo mandatario, quien ha de ejercer su liderazgo a contracorriente, con dos guerras pendientes en el tintero del presupuesto (de un presupuesto en crisis), en un concierto de naciones pujante, donde China y Europa libran una batalla sin cuartel por la supremacía económica y la guerra en el Medio Oriente obligará pronto al nuevo presidente a tomar una decisión respecto del histórico apoyo a la nación de Israel.
De su decisión dependerá que el pueblo judío, odiado prácticamente en todo el mundo, enfrente a sus enemigos árabes.
¿Y por qué debe importarle a la Iglesia el futuro del pueblo judío?
Brevemente, por dos razones. La primera, porque del futuro de Israel como nación dependen algunas de las señales para el regreso de nuestro Señor Jesucristo por su Iglesia amada. Él mismo definió que cuando la higuera estuviera reverdeciendo, cuando brotaran las hojas, es decir, que cuando el pueblo de Israel volviese a ser nación en el territorio que ocupaba en ese tiempo (lo que sucedió en 1948 y 1967, cuando recuperó parte de Jerusalén), deberíamos estar preparados para el rapto de la Iglesia. “Conoced que está cerca, a las puertas”. Y “no pasará de esta generación” para que se cumpla la promesa del Señor.
En segundo lugar, porque varias de las profecías muestran que algún día todas las naciones del mundo se unirán para pelear contra Israel (lo cual implica el abandono de sus históricos aliados: Estados Unidos y Gran Bretaña), para que sea el mismo Señor quien los defienda, pues al no estar ya la Iglesia en el mundo, Dios retomará el pacto con los judíos.
Senectud

Anciano de días
Por Asael Velázquez

El bombardeo mediático, los avances tecnológicos y, en general, la modernidad han trastocado de tal modo los valores de la sociedad que la gente se ha alejado dramáticamente de lo que enseña la Palabra de Dios. Y esa vorágine por lo inmediato (ser, tener y consumir) ha arrastrado a algunos cristianos a olvidarse de las cosas de arriba y a poner sus ojos en las cosas de la tierra.
Pero las Sagradas Escrituras, Palabra viva y eficaz, nos aconsejan ahora que nos paremos en los caminos y miremos y preguntemos por las sendas antiguas cuál sea el buen camino. Y una vez que lo hayamos encontrado hay que caminar por ese sendero, para encontrar descanso para nuestras almas (Jer 6:16)
Un buen ejemplo de cómo los valores humanos están patas para arriba (mis pensamientos no son vuestros pensamientos, dice el Señor en Isaías) es el trato que la sociedad da a los ancianos, a quienes muchas veces se les arrumba en un rincón de la casa, se les ve como un estorbo y se les mide por su inutilidad para producir bienes o sacarles algún provecho.
Algunos se han convertido en una carga para la familia, sobre todo cuando los viejos arrastran con ellos todas las enfermedades del mundo. Muchos quisieran confinarlos a los hospitales, a los asilos o a los panteones.
Pero la Biblia mide con otra vara a los ancianos y ordena un trato especial para ellos.
“Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor. Yo Jehová” (Lev. 19:32); el apóstol Pedro agrega “Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos” (1ª. 5:5); a lo que el apóstol Pablo ordenaba “No reprendas al anciano, sino exhórtale como a padre” (1ª. Tim 5:1), y el proverbista considera que “corona de honra es la vejez” y que “la hermosura de los ancianos es la vejez”.
Un anciano era y debe ser para los hijos de Dios motivo de honra.
No en balde algunos profetas, como Daniel (7:22), comparan al Eterno Dios como un “anciano de días” y al final del tiempo estarán junto al trono del Dios Altísimo, según la visión del apóstol Juan, 24 ancianos en sus respectivos tronos y con sus coronas.
Además, los apóstoles llaman “ancianos” a los pastores, obispos y, en general, al encargado de una congregación, una familia o hasta quienes deben juzgar, porque son los de mayor experiencia (como los 70 ancianos nombrados por Moisés).
Ahora bien, la eterna Palabra de Dios no esconde la fragilidad y penurias de esta edad. El Salmo 90 habla de molestia y trabajo cuando se rebasa la edad de la plenitud y el capítulo 12 del Eclesiastés describe dramáticamente la decadencia del cuerpo físico de los viejos. En cambio, para quienes conserven su relación intacta con Dios existe la promesa de que “aún en la vejez estarán vigorosos y verdes para anunciar que Jehová mi fortaleza es recto”.
¿Entonces ser viejito me da permiso de hacer lo que yo quiera?
De ninguna manera, a ellos el apóstol Pablo les ordena “que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia. Las ancianas asimismo sea reverentes en su porte; no calumniadoras, no esclavas del vino, maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, sujetas a su marido, para que la Palabra de Dios no sea blasfemada”.
Los valores enseñados por la Biblia son eternos, no caducan con el tiempo o con el espacio geográfico. Los principios son aplicables a cualquier persona y el plan de Dios es que la familia sea la base de la comunidad, en la cual los ancianos tienen un lugar especial, porque eso es justo, porque han dejado la fuerza de su juventud en procurar que los hijos y hasta los nietos tengan bienestar y estabilidad. Y porque ellos nos enseñaron y heredaron el conocimiento del Dios verdadero. Y la ordenanza divina es que los hijos de Dios “aprendan (…) a recompensar a sus padres, porque esto es lo honesto y agradable delante de Dios” (1ª. Tim 5:4)
Porque si no puedes honrar al anciano que tus ojos ven…
Niño a los cien años
Por Juan Elías Vázquez

El profeta Isaías ministró durante un tiempo de gran decadencia espiritual. En el capítulo tercero de su libro, predijo cómo serían los días de Judá, por cuanto no se volvieron al Dios de sus padres: “Porque he aquí que el Señor Jehová de los ejércitos quita de Jerusalén y de Judá al sustentador y al fuerte, todo sustento de pan y todo socorro de agua; el valiente y el hombre de guerra, el juez y el profeta, el adivino y el anciano”. A este escenario de ruina moral y económica, habrá que añadir el de la debacle política: “Y les pondré jóvenes por príncipes, y muchachos serán sus señores” (Is 3:1,2,4,5).
A Timoteo, el apóstol Pablo le aconseja que no permita que nadie menosprecie su ministerio por ser joven. En esta porción de la Biblia, en cambio, juventud viene a ser sinónimo de inexperiencia y vanidad. Semejante a aquel momento crucial para Israel en que Roboam, el patético sucesor de Salomón, decide rechazar las advertencias de los ancianos y opta por seguir los absurdos consejos de jóvenes ensoberbecidos. No es tanto la juventud y su inexperiencia lo que censura las Escrituras; más bien, se pone en tela de juicio la irresponsabilidad o falta de mesura que evidencia un espíritu pueril actuando en una persona adulta (“cuando era niño, pensaba como niño”, sentencia Pablo). Por ello, el Eclesiastés clama: ¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana” (v.16). Ese exceso de sensualidad juvenil revuelve las entrañas del profeta de tal manera que arremete con dureza contra “los que se levantan de mañana para seguir la embriaguez; que se están hasta la noche, hasta que el vino los enciende” (Isaías 5:11).
No hay razón para dudar del buen gobierno de los jóvenes y sus juicios. No obstante, el juicio divino se hace patente cuando una sociedad rehúsa y niega oír y actuar en consonancia con la experiencia de sus padres. El signo más visible de los tiempos de que habla Isaías tiene que ver con un conflicto generacional que ha traído maldición sobre el pueblo: “Y el pueblo se hará violencia unos a otros, cada cual contra su vecino; el joven se levantará contra el anciano...” A tal punto que: “los opresores de mi pueblo son muchachos”.
Si el profeta Isaías trajera palabra sobre México, esa Palabra traería juicio. Pues no cabe duda que en nuestra sociedad de adultos “fuertes, competitivos y lúcidos” ni la voz del joven imberbe vale tanto, menos todavía la de un anciano. Es lugar común aquella frase que retrata la posición de un viejo: “esos viejecitos que ya tenemos como un mueble inservible”. Que si caminan lentos, que si ya “chochean” (o sea, que no dan una cuando opinan), que si huelen mal, que si son muy criticones, que si ya no aportan ni un cinco para su manutención. ¡Cuidado!, que podríamos estar llegando a un nivel de soberbia e iniquidad insoportables para el Juez Justo.
De los ancianos hay que agradecer que nos muestren los obstáculos de un camino que ellos ya fueron y vinieron. Hay que aprovechar su sabiduría, que en la Biblia es sinónimo de prudencia, y no tanto de inteligencia. Sin embargo, los que son viejos han aprendido que una mente que se cultiva con constancia se mantiene joven y lúcida. Hay que reconocer su papel insustituible en nuestra sociedad, la amabilidad de su compañía y su ternura.
Si hay que tomar en cuenta la opinión de un joven, con mayor razón la de un anciano. Es una clase de respeto diferente, de otra naturaleza. Tiene que ver con un respeto reverencial, que físicamente se manifiesta con el beso que damos en su mano. No podemos, por tanto, menospreciar a un anciano o decirle, por ejemplo, que huele mal o que ya estorba y, jamás, por ningún motivo, lamentarnos de que nuestro viejito siga tan cosijoso o que siga viviendo. Isaías termina su libro con palabras de victoria. En ellas puede leerse, hablando de un futuro próximo: “No habrá más allí niño que muera de pocos días ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años...” (Is 65:20).

viernes, 12 de junio de 2009

El secuestro

¿Puede un cristiano ser plagiado?

Por Juan Elías Vázquez

Imagine a una persona que camina apresuradamente por la calle, pegada a la pared de los edificios, a cada rato volteando para un lado y otro, y sujetando fuertemente lo que trae entre las manos. No es raro observar esta clase de comportamiento, por ejemplo, en la ciudad de México. Supongamos otro escenario, éste no tan típico. Un hombre camina ligero, como si toda carga hubiera sido liberada de su espalda; mira hacia el frente y sus pasos son firmes. Ese día, por alguna singular razón, decide tomar un rumbo distinto de siempre. Consigue, como todos los días, llegar seguro a su destino.
Qué bueno sería que todos los mexicanos pudiéramos caminar así de despreocupados por las calles de nuestro país, sin temor de que alguien nos agreda o pase un ladrón a toda carrera y nos arrebate la bolsa. O que un comando armado nos levante y nos vacíe la tarjeta de crédito o nos secuestre y exija cuantioso rescate por respetar nuestra vida.

¿Será posible caminar por la calle con confianza?
La Palabra Sagrada nos declara a los cristianos que Dios es escudo alrededor de nosotros y es quien levanta nuestra cabeza (Sal 3:3). Por lo tanto, no temeremos aunque la Tierra fuese removida. Cristo debe ser la confianza del hombre regenerado y su principal punto de apoyo, en todos los órdenes de la vida. ¿Entonces podrá ser posible que un cristiano pueda ser víctima –no sólo de un robo– de un secuestro? Usted qué cree. Quien escribe conoce por lo menos un par de estos casos.
¿Qué ocurrió aquí? Como preguntaron los discípulos a Jesús: ¿quién pecó, éstos o sus padres? Porque si el Espíritu de Dios está con nosotros, esa clase de desgracias no tendrían que sucedernos. Otro podría opinar quizá con razón que Dios no es injusto para permitir que sus hijos sufran.
Mejor dejemos que la Biblia nos responda. Repasemos la vida de un hombre poderoso en el Espíritu: el apóstol Pablo. A lo largo de sus tres viajes misioneros, este hombre de Dios nunca caminó por donde Él quiso, aunque sus pasos siempre fueron firmes y seguros. En Hechos capítulo 16, 6, Lucas cuenta que el Espíritu prohibió expresamente a Pablo que se predicase el evangelio en Asia. En el versículo 7, la Palabra da testimonio de que otra vez el Espíritu Santo no dejó a Pablo que pasara por la ciudad de Bitinia. ¡Maravilloso poder divino que conoce todas las cosas pasadas y futuras, y que conforme a ello guía los pasos de sus hijos!
Pero, ¡quién puede entender los designios celestiales! Pues en un pasaje posterior la actitud del apóstol, al parecer contradictoria, hace que todos nuestros razonamientos se vengan abajo. En el capítulo 21 se cuenta que un profeta llamado Agabo advierte a Pablo que no descienda a Jerusalén ya que ahí será atado y entregado a los gentiles. El mensaje venía del Espíritu (v. 11), ¿por qué, entonces, Pablo decidió no acatarlo? Los presentes que oyeron la advertencia apelaron al sentido común y rogaban al apóstol que no fuese a la santa ciudad. Mas él les respondió: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (v. 13).
Podríamos aventurar con ligereza y cuestionar: ¿es así como Dios le paga a sus hijos sus servicios? ¿Con la muerte, con la prisión, con el secuestro? ¿Un cristiano puede ser víctima de robo o hasta de un secuestro a pesar de su diezmo, de estar en el templo las veces que se requiera, de la oración y del ayuno?
La respuesta, queridos amigos, es que sí, que Dios es soberano en sus decisiones. Pero hay que tomar en cuenta que las prisiones del apóstol Pablo tuvieron un propósito específico: hablar de Cristo a sus captores (Hechos 22 al 24) o escribir prácticamente el Nuevo Testamento. El mismo Señor se le presentó al apóstol para confortarlo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (23:11).
He aquí la maravilla divina: puesto que aun en la noche más oscura, Dios hace brillar el faro de luz que guía nuestras almas a los propósitos de Cristo. En esto también conviene citar lo que Jesús contestó a sus desorientados discípulos: “Ni éste pecó –el nacido ciego–, ni sus padres, mas para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn 9:3).
A los mexicanos se nos ha venido la noche en estos últimos días. Cierto, miramos para todos lados y en todos lados vemos peligro. El Señor lo anunció. Dijo que “la noche viene, cuando nadie puede trabajar”. No obstante, no nos ha dejado sin esperanza. Él se presenta ahora ante nosotros, como antes ante Pablo, diciendo: “Entretanto que estoy en el mundo, Luz soy del mundo”. Su Santo Espíritu vive en mí, vive en usted, querido hermano. Andemos como de día –aun en esta oscuridad–, “pues quien anda como de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo” (Jn 11:9), es a saber Cristo, y jamás perdamos de vista lo que enseñó el Divino Maestro: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4).
El secuestrado
Por Asael Velázquez

En lo más profundo de la noche, cuando el sueño pesa más sobre los párpados, un comando irrumpió en el lugar con lujo de violencia. La mayoría ya se había dormido, pero uno de sus amigos, que sólo estaba dormitando, alcanzó a oponerse al secuestro. Pero ya era demasiado tarde. El grupo de paramilitares, armado hasta los dientes, ya había identificado a la víctima. Iban sobre él, porque dejaron que los demás huyeran. No opuso resistencia, pero ni así tuvieron compasión de él. Lo ataron y lo golpearon con saña. En realidad, apenas comenzaba la pesadilla.
Entre insultos y maldiciones se lo llevaron a lo que podría considerarse una casa de seguridad, lejos del alcance de de la autoridad civil o militar, porque en éste, como en casi todos los casos de privación ilegal de la libertad, hay otra autoridad que lo fomenta o lo permite, sea por acción u omisión.
Llevaron al secuestrado a la casa del líder religioso. Mientras, no faltaba quién lo insultara, escupiera o, incluso, lo abofeteara, entre burlas y humillaciones. Le aplicaron todo tipo de tortura, sicológica y literalmente. Con trato inhumano y degradante, lo despojaron de sus ropas. Cuando se cansaron de propinarle toda clase de improperios y golpes, lo acusaron de haber cometido cualquier cantidad de delitos, hasta aquellos más horrendos.
No hubo quién saliera en su defensa. Torturado y desecho por los golpes, el secuestrado parecía ya una piltrafa humana. Cuando el líder religioso lo condenó, todos ahí sabían que aquel pobre estaba destinado a la muerte y ningún poder humano podía salvarlo. Acusado de crímenes que jamás cometió, fue llevado ante las autoridades para que, mero trámite, decretaran la pena de muerte sobre él. Tenía la boca desecha por la golpiza y musitó algunas palabras en su defensa.
Privado ilegalmente de su libertad, sin tener quién lo defendiera, golpeado, torturado y vilipendiado, este hombre fue condenado a morir como el delincuente más sanguinario. Con este secuestro, los líderes religiosos vengaban la osadía de este insensato que se opuso a su autoridad. Las golpizas y el trato inhumano hicieron su mella. Como a las tres de la tarde, finalmente falleció. Quienes estaban cerca de él testifican que, poco antes de morir colgado de un madero, se le escuchó clamar: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.