miércoles, 29 de julio de 2009

¿Codicia tu alma la casa de oración?
Por Juan Elías Vázquez


Hubo una época en que ni un alma era vista en el templo. Los adoradores habían huido lejos, acrisolados por una fuerza enemiga feroz. A ese periodo terrible –que fue acompañado por la profanación del santuario, entre 175 y 170 aC–, el pueblo de Dios lo recuerda como la abominación desoladora, la más espantosa de todos los tiempos. En ese tiempo el salmista bien podría haber dicho: “Codicia y aun ardientemente desea mi alma los atrios de Jehová” (Sal 84:2).

Hace unos días, concretamente los domingos 26 de abril y 3 de mayo de 2009, por disposición oficial, muchos templos del Distrito Federal y área metropolitana se hallaban igualmente vacíos. Los fieles católicos se conformaron con ver a sus santos detrás de un enrejado o se limitaron a oír misa por televisión. Respecto de la Iglesia evangélica, muchos templos, aunque no todos, se mantuvieron también cerrados al culto público.
La causa no podía ser desestimada: hubo que obedecer un mandato del gobierno y cerrar temporalmente los recintos debido a la contingencia sanitaria por el virus de la influenza AH1N1. Los evangélicos hemos sido tradicionalmente muy respetuosos de las autoridades, que por Dios han sido establecidas (Rom. 13:1), de manera que, en general, se acato la disposición oficial.
¿Desde hace cuánto no permanecía usted un domingo en casa? Era mediodía o en la tarde y usted no iría a la casa de oración. La mañana se presentaba idónea para el asueto, se podía visitar a los familiares y amigos o permanecer de plano en la dulce ociosidad doméstica. Las opiniones al respecto eran muy variadas: “Ante todo –nos escuchábamos decir– hay que respetar las órdenes de la autoridad, que para eso es la autoridad”. “Un desacato de nuestra parte podría ocasionar la clausura del templo y un mal testimonio ante los vecinos”. También tuvimos oportunidad de opinar acerca de nuestros hermanos: “a Fulano y a Zutana les va caer de perlas el descanso; así por lo menos ni se va a notar que faltan, como casi siempre”. Por ahí supimos también que hubo necios que, a pesar de la suspensión del culto público, se atrevieron a abrir los templos.
Al pastor, al predicador, al maestro de niños, ¿cómo les caería este cierre inesperado? El que no tenía la lección lista, el sermón preparado, el consuelo que alivia, casi podríamos decir que respiró con alivio. Otros alabaron la prudencia eclesial: para qué arriesgar a la membresía a un posible contagio, las consecuencias podrían haber sido muy costosas, aun en el corto plazo.
¡Pero basta ya de cardos y espinas, amado hermano! No elegimos ese descanso dominical ni estamos felices por la suspensión temporal del culto. Esta noción libra nuestras conciencias de toda culpa; no nos parece justo, por tanto, ningún reproche.
El impacto de la contingencia sanitaria, en todo caso, será mayor en la economía, la educación, el sano entretenimiento y los sentimientos de las personas. Según la Secretaría de Hacienda, la afectación económica ocasionada por las medidas de aislamiento social será de unos 30 mil millones de pesos, equivalentes a 0.3 por ciento del producto interno bruto (PIB). Por esta razón, las arcas públicas dejarán de percibir diez mil millones de pesos.
Pero, ¿se ha puesto a pensar que, debido a ese cierre temporal del templo, nuestra relación con Cristo podría estar presentando también un déficit? ¿Adónde huyeron los adoradores? La mayoría nos refugiamos en la seguridad de nuestras casas, espantados por una fuerza enemiga feroz. De más está que le reitere que hay que ser obedientes a las autoridades de este mundo o que le recuerde lo que sentencia el Salmo 91, que “ninguna plaga tocará tu morada”. Es por demás.
La cuerda que hoy el Espíritu Santo desea tocar en nuestro corazón tiene que ver más con una visión interior de nuestro diario vivir; es decir, quiere avivar en nuestra alma un dolor por la Casa de Dios, un celo vivo por Sus moradas, una pasión intensa, una ambición desmedida: para decirlo claro, codicia por sus atrios.
A los judíos les fue quitado por tres años y medio el continuo sacrificio, y quedaron interiormente devastados; a los cristianos, doce días de templos cerrados y ¿en qué estado quedó nuestra alma? ¿Deseó tu alma el santuario como el ciervo cuando muere de sed en el desierto? ¿Regresaste al altar con la pasión renovada?
O… ¿sigues llegando tarde a la casa de oración?