miércoles, 29 de julio de 2009

Influenza

¿Epidemia o pecado?

Por Juan Elías Vázquez


Cuando la influenza se hallaba en su pico más alto, un columnista de un importante diario capitalino comparaba la epidemia mexicana con las plagas de Egipto. Las nuestras, decía el periodista, han sido muchas más de diez: influenza, obesidad, terremotos, inundaciones, sequías, adicciones, pobreza, ignorancia, corrupción, cacicazgos, partidos políticos, crisis económicas, narcotráfico, ejecuciones, inseguridad, ilegalidad, ambulantaje, etcétera. Desde esta perspectiva, nuestro cuadro “epidemiológico” hace ver a Egipto como una caricatura de nación en crisis. ¡Mucho cuidado con esta clase de comparaciones! Porque al Faraón y a su pueblo la peste les llegó por causa de su desobediencia y rebeldía ante el Todopoderoso. Lo que le está pasando a México, por lo tanto, podríamos pensar, es consecuencia de su pecado delante de Dios.

Al grado de descomposición institucional en el país hay que añadir lo que a los ojos bíblicos significa la transgresión de la ley divina, como por ejemplo la legalización del aborto o de los matrimonios homosexuales o la permisión para portar ciertas cantidades de droga. Adquirir un perfil moderno y democrático le ha salido caro al país.
¿Será, entonces, que nuestro alcance de prevaricación (“quebrantamiento de una ley”) delante del Señor ha acarreado nuestros males? Cuesta trabajo aceptarlo, por lo menos en nuestra casa. Es muy fácil afirmar que Dios ha castigado duramente al continente asiático (con tsunamis, gripe aviar, etcétera) debido a su idolatría y a la corrupción de sus costumbres y hábitos alimenticios. Pero… ¿y a nosotros?
Vivimos una época de incredulidad y sospecha. Muchas personas medianamente educadas consideran que creer en Dios no sólo es una pérdida de tiempo, sino que también implica un retroceso intelectual. Con ligereza aducen: “Es que soy agnóstico”, como si eso los volviera superiores. No creer y sospechar van de la mano. Por eso, bajo ningún concepto “racional”, nos podemos atrever a afirmar que las pestes que estamos padeciendo son castigo de Dios.
Pero el cristiano verdadero sabe que esto que vivimos es consecuencia del alto nivel de descomposición social, moral y ética de nuestra nación, que corroe desde los estratos más altos hasta los inferiores; consecuencias lógicas de una estructura corrompida y carente de solidaridad con las clases más desfavorecidas. ¿Y los fenómenos naturales? Signo de los tiempos, fruto de políticas ineficientes en materia de planeación ecológica; resultado del consumo ávido e irracional de los recursos no renovables.
Cualquier otra explicación lógica es aceptable, menos atribuir nuestras desgracias y pasiones doloridas en tiempos de la influenza al juicio Divino. Quien afirme cosa semejante, pobre ingenuo, es oído con una risita condescendiente y recibido con una palmadita en la espalda: “Ya está bien, muchacho(a), te creemos, no te sulfures”.
¿Será que el cristianismo histórico ya no cabe en este mundo rebasado por la historia?