Niño a los cien años
Por Juan Elías Vázquez
El profeta Isaías ministró durante un tiempo de gran decadencia espiritual. En el capítulo tercero de su libro, predijo cómo serían los días de Judá, por cuanto no se volvieron al Dios de sus padres: “Porque he aquí que el Señor Jehová de los ejércitos quita de Jerusalén y de Judá al sustentador y al fuerte, todo sustento de pan y todo socorro de agua; el valiente y el hombre de guerra, el juez y el profeta, el adivino y el anciano”. A este escenario de ruina moral y económica, habrá que añadir el de la debacle política: “Y les pondré jóvenes por príncipes, y muchachos serán sus señores” (Is 3:1,2,4,5).
A Timoteo, el apóstol Pablo le aconseja que no permita que nadie menosprecie su ministerio por ser joven. En esta porción de la Biblia, en cambio, juventud viene a ser sinónimo de inexperiencia y vanidad. Semejante a aquel momento crucial para Israel en que Roboam, el patético sucesor de Salomón, decide rechazar las advertencias de los ancianos y opta por seguir los absurdos consejos de jóvenes ensoberbecidos. No es tanto la juventud y su inexperiencia lo que censura las Escrituras; más bien, se pone en tela de juicio la irresponsabilidad o falta de mesura que evidencia un espíritu pueril actuando en una persona adulta (“cuando era niño, pensaba como niño”, sentencia Pablo). Por ello, el Eclesiastés clama: ¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana” (v.16). Ese exceso de sensualidad juvenil revuelve las entrañas del profeta de tal manera que arremete con dureza contra “los que se levantan de mañana para seguir la embriaguez; que se están hasta la noche, hasta que el vino los enciende” (Isaías 5:11).
No hay razón para dudar del buen gobierno de los jóvenes y sus juicios. No obstante, el juicio divino se hace patente cuando una sociedad rehúsa y niega oír y actuar en consonancia con la experiencia de sus padres. El signo más visible de los tiempos de que habla Isaías tiene que ver con un conflicto generacional que ha traído maldición sobre el pueblo: “Y el pueblo se hará violencia unos a otros, cada cual contra su vecino; el joven se levantará contra el anciano...” A tal punto que: “los opresores de mi pueblo son muchachos”.
Si el profeta Isaías trajera palabra sobre México, esa Palabra traería juicio. Pues no cabe duda que en nuestra sociedad de adultos “fuertes, competitivos y lúcidos” ni la voz del joven imberbe vale tanto, menos todavía la de un anciano. Es lugar común aquella frase que retrata la posición de un viejo: “esos viejecitos que ya tenemos como un mueble inservible”. Que si caminan lentos, que si ya “chochean” (o sea, que no dan una cuando opinan), que si huelen mal, que si son muy criticones, que si ya no aportan ni un cinco para su manutención. ¡Cuidado!, que podríamos estar llegando a un nivel de soberbia e iniquidad insoportables para el Juez Justo.
De los ancianos hay que agradecer que nos muestren los obstáculos de un camino que ellos ya fueron y vinieron. Hay que aprovechar su sabiduría, que en la Biblia es sinónimo de prudencia, y no tanto de inteligencia. Sin embargo, los que son viejos han aprendido que una mente que se cultiva con constancia se mantiene joven y lúcida. Hay que reconocer su papel insustituible en nuestra sociedad, la amabilidad de su compañía y su ternura.
Si hay que tomar en cuenta la opinión de un joven, con mayor razón la de un anciano. Es una clase de respeto diferente, de otra naturaleza. Tiene que ver con un respeto reverencial, que físicamente se manifiesta con el beso que damos en su mano. No podemos, por tanto, menospreciar a un anciano o decirle, por ejemplo, que huele mal o que ya estorba y, jamás, por ningún motivo, lamentarnos de que nuestro viejito siga tan cosijoso o que siga viviendo. Isaías termina su libro con palabras de victoria. En ellas puede leerse, hablando de un futuro próximo: “No habrá más allí niño que muera de pocos días ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años...” (Is 65:20).