viernes, 12 de junio de 2009

El secuestro

¿Puede un cristiano ser plagiado?

Por Juan Elías Vázquez

Imagine a una persona que camina apresuradamente por la calle, pegada a la pared de los edificios, a cada rato volteando para un lado y otro, y sujetando fuertemente lo que trae entre las manos. No es raro observar esta clase de comportamiento, por ejemplo, en la ciudad de México. Supongamos otro escenario, éste no tan típico. Un hombre camina ligero, como si toda carga hubiera sido liberada de su espalda; mira hacia el frente y sus pasos son firmes. Ese día, por alguna singular razón, decide tomar un rumbo distinto de siempre. Consigue, como todos los días, llegar seguro a su destino.
Qué bueno sería que todos los mexicanos pudiéramos caminar así de despreocupados por las calles de nuestro país, sin temor de que alguien nos agreda o pase un ladrón a toda carrera y nos arrebate la bolsa. O que un comando armado nos levante y nos vacíe la tarjeta de crédito o nos secuestre y exija cuantioso rescate por respetar nuestra vida.

¿Será posible caminar por la calle con confianza?
La Palabra Sagrada nos declara a los cristianos que Dios es escudo alrededor de nosotros y es quien levanta nuestra cabeza (Sal 3:3). Por lo tanto, no temeremos aunque la Tierra fuese removida. Cristo debe ser la confianza del hombre regenerado y su principal punto de apoyo, en todos los órdenes de la vida. ¿Entonces podrá ser posible que un cristiano pueda ser víctima –no sólo de un robo– de un secuestro? Usted qué cree. Quien escribe conoce por lo menos un par de estos casos.
¿Qué ocurrió aquí? Como preguntaron los discípulos a Jesús: ¿quién pecó, éstos o sus padres? Porque si el Espíritu de Dios está con nosotros, esa clase de desgracias no tendrían que sucedernos. Otro podría opinar quizá con razón que Dios no es injusto para permitir que sus hijos sufran.
Mejor dejemos que la Biblia nos responda. Repasemos la vida de un hombre poderoso en el Espíritu: el apóstol Pablo. A lo largo de sus tres viajes misioneros, este hombre de Dios nunca caminó por donde Él quiso, aunque sus pasos siempre fueron firmes y seguros. En Hechos capítulo 16, 6, Lucas cuenta que el Espíritu prohibió expresamente a Pablo que se predicase el evangelio en Asia. En el versículo 7, la Palabra da testimonio de que otra vez el Espíritu Santo no dejó a Pablo que pasara por la ciudad de Bitinia. ¡Maravilloso poder divino que conoce todas las cosas pasadas y futuras, y que conforme a ello guía los pasos de sus hijos!
Pero, ¡quién puede entender los designios celestiales! Pues en un pasaje posterior la actitud del apóstol, al parecer contradictoria, hace que todos nuestros razonamientos se vengan abajo. En el capítulo 21 se cuenta que un profeta llamado Agabo advierte a Pablo que no descienda a Jerusalén ya que ahí será atado y entregado a los gentiles. El mensaje venía del Espíritu (v. 11), ¿por qué, entonces, Pablo decidió no acatarlo? Los presentes que oyeron la advertencia apelaron al sentido común y rogaban al apóstol que no fuese a la santa ciudad. Mas él les respondió: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (v. 13).
Podríamos aventurar con ligereza y cuestionar: ¿es así como Dios le paga a sus hijos sus servicios? ¿Con la muerte, con la prisión, con el secuestro? ¿Un cristiano puede ser víctima de robo o hasta de un secuestro a pesar de su diezmo, de estar en el templo las veces que se requiera, de la oración y del ayuno?
La respuesta, queridos amigos, es que sí, que Dios es soberano en sus decisiones. Pero hay que tomar en cuenta que las prisiones del apóstol Pablo tuvieron un propósito específico: hablar de Cristo a sus captores (Hechos 22 al 24) o escribir prácticamente el Nuevo Testamento. El mismo Señor se le presentó al apóstol para confortarlo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (23:11).
He aquí la maravilla divina: puesto que aun en la noche más oscura, Dios hace brillar el faro de luz que guía nuestras almas a los propósitos de Cristo. En esto también conviene citar lo que Jesús contestó a sus desorientados discípulos: “Ni éste pecó –el nacido ciego–, ni sus padres, mas para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn 9:3).
A los mexicanos se nos ha venido la noche en estos últimos días. Cierto, miramos para todos lados y en todos lados vemos peligro. El Señor lo anunció. Dijo que “la noche viene, cuando nadie puede trabajar”. No obstante, no nos ha dejado sin esperanza. Él se presenta ahora ante nosotros, como antes ante Pablo, diciendo: “Entretanto que estoy en el mundo, Luz soy del mundo”. Su Santo Espíritu vive en mí, vive en usted, querido hermano. Andemos como de día –aun en esta oscuridad–, “pues quien anda como de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo” (Jn 11:9), es a saber Cristo, y jamás perdamos de vista lo que enseñó el Divino Maestro: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4).