El primer amor
Por Hazael Velázquez
Un día cualquiera, la apariencia de una persona llama poderosamente nuestra atención. Pueden ser sus ojos, su cabello o su forma de moverse, o todo a la vez. Nos encanta. Si esa persona vive cerca de nosotros o si va a la misma escuela o si trabaja en nuestro medio o asiste al mismo templo estaremos esperando con cierta ansiedad el momento de volver a verla. Cuando por fin la encontramos, se despierta en nosotros un torrente de sensaciones, eso que muchos describen como “mariposas en el estómago”. Si por un portento de la vida nuestras miradas llegan a encontrarse o el objeto de nuestra atención se dirige a nosotros el torrente se vuelve incontenible: nuestro pulso se acelera, se nos reseca la boca, nos tiemblan las rodillas y, en un instante, nos volvemos torpes de movimientos. A pesar de estos síntomas, que podríamos calificar de enfermizos, la vida nos pinta de otra manera. Nos sentimos eufóricos, con fuerzas renovadas, “que se nos venga el mundo encima”, decimos. En eso consiste, más o menos, el impacto que produce en nuestro ser el encuentro con la persona amada.
Para muchos, este hallazgo se torna en el inicio de una relación duradera que culmina en el matrimonio. Pero la intensidad con que nos acomete el primer amor pierde poco a poco su fuerza irresistible. Es como esas tormentas que oscurecen el día y que luego se vuelven lloviznitas. De acuerdo con un estudio realizado por la Universidad de Cornell, en Nueva York, las personas están biológicamente preparadas para sentirse perdidamente enamoradas entre 18 y 30 meses. Es decir, el tiempo suficiente para que la gente se conozca, conviva y tenga hijos. Luego, la pareja debe estar preparada para atravesar un estadio distinto, el de las obligaciones, los cuidados de la prole y la búsqueda mutua de nuevas sensaciones; algo así como hallar juntos el nuevo rostro de una pasión más sosegada y, por lo mismo, más duradera. La fase del enamoramiento, del primer amor, pues, concluye relativamente pronto.
En términos bíblicos, ese abandono del primer amor está descrito en el capitulo 2 del Apocalipsis: “Yo conozco tus obras”, dice el Espíritu, cuyo mensaje posee un marcado carácter individual, es decir, se relaciona directamente conmigo. “…Tengo contra ti –sentencia–, que has dejado tu primer amor” (v. 4). ¿Qué advierte el Espíritu Santo respecto de este incumplimiento? Podríamos parafrasearlo así: “Recuerda, por tanto, dónde está el origen de tu enfriamiento y da marcha atrás y comienza a hacer algo para recuperar a tu amado(a); de otra manera, Yo voy a actuar pronto y voy a dejar de tenerte en mi noticia… si no te hubieres arrepentido” (v. 5). La Biblia considera el primer amor como un estilo de vida permanente y no como un estado emocional pasajero. De modo que los cristianos no podemos justificar cualquier clase de desamor basándonos ni siquiera en las evidencias médico-biológicas. Porque, ¿acaso podemos profesar a Jesucristo un amor mediocre? ¿O estamos en posición de decir: “Te amo, Señor, pero ya no eres lo más importante de mi vida; te amo, pero ya no pienso en ti a todas horas ni en primer lugar”?
¿Podemos considerar a nuestra pareja en todo momento bajo la óptica del primer amor? Tratemos de contestar ahora lo siguiente: ¿cómo es posible que un amor que suponíamos inagotable termina en el bote de basura? Dicen que en el amor no puede haber medianías: o se ama con locura o se aborrece con todo el corazón. Desde luego que un cristiano no puede darse el lujo de pensar así. ¿A poco ya se nos olvidó esa personita que ocupaba nuestras horas de sueño; que corríamos a ver todos los días; que mimábamos y defendíamos a capa y espada? “Es que me fue infiel”, podemos anteponer. “Con tantos maltratos fue acabando con mi amor y mi respeto”. Algunos matrimonios siguen juntos toda la vida, pero sólo por guardar las apariencias. Otros, más modernizados, optan por el divorcio. En todo caso, el divorcio, dijo el Señor, se debe a “la dureza de vuestro corazón” (Mat 19:8), “pero al principio no fue así”, concluye el Maestro. No era el plan de Dios que lo que Él unió lo separe el hombre.
En el endurecimiento del corazón reside el origen de toda anomalía conyugal. Los fariseos le preguntaron a Jesús: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio y repudiarla (a la mujer)?” La gente de ahora, incluso los cristianos, bien que pueden decir, ¿para qué entonces existe el divorcio, sino para aprovecharlo?
Volvámonos a Jesús, ejemplo inefable de fidelidad, quien amó tanto a la Iglesia que ofreció Su sangre para que ella viviera; embelleciéndola por la Palabra y prometiéndole casorio, no sólo por 30 meses; el compromiso lleva ya, por lo menos, ¡20 siglos!
“Con amor eterno te he amado. Por tanto, te soporté con misericordia”. (Jer. 31:2)
miércoles, 26 de marzo de 2008
Cristianos light
Cristianos descafeinados
Por Félix Martínez García
El carácter cosmopolita del cristiano moderno le lleva a tomar las estadísticas sobre el divorcio como un número más. De igual modo, influenciado por las corrientes humanistas, percibe la existencia del homosexualismo como un elemento propio de los tiempos.
Podemos hablar del homosexualismo como una de las desviaciones en el comportamiento de una parte de la pareja, y que son una de las causantes de la separación.
Enlistar cada una de las causantes y hacer propuestas para su corrección, sería tanto como fijar nuestra atención en un árbol y no en el bosque.
De manera cotidiana, sabemos de la existencia de divorcios, convivimos con la noticia de fracaso de nuestro primo, algún tío, un vecino o alguien más cercano a nuestra esfera familiar, y solemos decir: ¡era de esperarse!
De igual modo, influenciada nuestra fe por doctrinas con carácter humanista, hemos aprendido a tolerar actitudes o preferencias homosexuales; hoy por hoy, el cristiano se urbaniza y se torna en un converso cosmopolita.
La televisión, la radio, el internet, las comunicaciones globales están llevando a ejercer una fe estándar, que se norma por los medios de comunicación, la cultura global y las comodidades que el mercado nos ofrece, sobre todo lo que para la sociedad aparece como “normal”.
El cristiano actual se ha vuelto “light”, ligero, no-grave; y esto lo lleva a ver la práctica del divorcio como una de las bondades de estos tiempos, como un progreso social. Ese tipo de cristiano ya no quiere aprender, sino “desaprende”, desanda el camino.
En la era moderna el cristiano “light” olvida que las enseñanzas universales sólo pueden ser generadas por un ente universal, por el “Eterno”, y al olvidar sus enseñanzas olvida su origen, y con ello su identidad.
Actualmente, el cristiano “light” aprende a relativizar los estatutos y mandamientos que para nuestra enseñanza fueron escritos, y su fe, la del cristiano “light”, ha mutado.
Actualmente hemos aprendido a darle un carácter utilitario y práctico a nuestra fe: ¡Si no fue posible entendernos como paraeja... ¿qué mas da?, ¡seamos prácticos! ¡divorciémonos!
La definición mas clara del cristiano “light” es la de un creyente “sin identidad”.
Hoy es cada vez más difícil identificar al pueblo de Dios, y cada vez es más difícil encontrar a quien pertenezca a la Amada del Señor, como suele llamar el Eterno a su Iglesia.
¿Cómo podremos diferenciar al pueblo escogido del gentil? ¿En dónde está la simiente de Abraham? ¡Cuál es el pueblo de linaje escogido, el que pertenece a un real sacerdocio? ¿Cómo diferenciar un pueblo de otro, si ambos de igual modo, como en los días de Noé, se casan y se dan en casamiento, y se les hace tan fácil pasar a ser una más de las estadísticas del divorcio?
Nos hemos constituido en cristianos “light”, y para estar en consonancia con el lenguaje de la mercadotecnia, nos hemos tornado en “cristianos descafeinados”.
¿Cómo entonces podrá el cristiano seguir siendo la sal del mundo?
Cristiano del siglo XXI, ¿puedes responder con sinceridad las siguientes preguntas?:
¿Cual es tu identidad?, ¿de donde vienes?, ¿a dónde vas?
¿Podrás reconsiderar el matrimonio como un puente a la eternidad?
¿Cuáles son los valores que gobiernan tu relación como pareja? ¿Son los del Eterno?
Es prudente recordar la indisolubilidad del matrimonio, porque haciendo esto agradas a Dios y te liberas de la inercia de estos tiempos, sí, tiempos descafeinados.
Por Félix Martínez García
El carácter cosmopolita del cristiano moderno le lleva a tomar las estadísticas sobre el divorcio como un número más. De igual modo, influenciado por las corrientes humanistas, percibe la existencia del homosexualismo como un elemento propio de los tiempos.
Podemos hablar del homosexualismo como una de las desviaciones en el comportamiento de una parte de la pareja, y que son una de las causantes de la separación.
Enlistar cada una de las causantes y hacer propuestas para su corrección, sería tanto como fijar nuestra atención en un árbol y no en el bosque.
De manera cotidiana, sabemos de la existencia de divorcios, convivimos con la noticia de fracaso de nuestro primo, algún tío, un vecino o alguien más cercano a nuestra esfera familiar, y solemos decir: ¡era de esperarse!
De igual modo, influenciada nuestra fe por doctrinas con carácter humanista, hemos aprendido a tolerar actitudes o preferencias homosexuales; hoy por hoy, el cristiano se urbaniza y se torna en un converso cosmopolita.
La televisión, la radio, el internet, las comunicaciones globales están llevando a ejercer una fe estándar, que se norma por los medios de comunicación, la cultura global y las comodidades que el mercado nos ofrece, sobre todo lo que para la sociedad aparece como “normal”.
El cristiano actual se ha vuelto “light”, ligero, no-grave; y esto lo lleva a ver la práctica del divorcio como una de las bondades de estos tiempos, como un progreso social. Ese tipo de cristiano ya no quiere aprender, sino “desaprende”, desanda el camino.
En la era moderna el cristiano “light” olvida que las enseñanzas universales sólo pueden ser generadas por un ente universal, por el “Eterno”, y al olvidar sus enseñanzas olvida su origen, y con ello su identidad.
Actualmente, el cristiano “light” aprende a relativizar los estatutos y mandamientos que para nuestra enseñanza fueron escritos, y su fe, la del cristiano “light”, ha mutado.
Actualmente hemos aprendido a darle un carácter utilitario y práctico a nuestra fe: ¡Si no fue posible entendernos como paraeja... ¿qué mas da?, ¡seamos prácticos! ¡divorciémonos!
La definición mas clara del cristiano “light” es la de un creyente “sin identidad”.
Hoy es cada vez más difícil identificar al pueblo de Dios, y cada vez es más difícil encontrar a quien pertenezca a la Amada del Señor, como suele llamar el Eterno a su Iglesia.
¿Cómo podremos diferenciar al pueblo escogido del gentil? ¿En dónde está la simiente de Abraham? ¡Cuál es el pueblo de linaje escogido, el que pertenece a un real sacerdocio? ¿Cómo diferenciar un pueblo de otro, si ambos de igual modo, como en los días de Noé, se casan y se dan en casamiento, y se les hace tan fácil pasar a ser una más de las estadísticas del divorcio?
Nos hemos constituido en cristianos “light”, y para estar en consonancia con el lenguaje de la mercadotecnia, nos hemos tornado en “cristianos descafeinados”.
¿Cómo entonces podrá el cristiano seguir siendo la sal del mundo?
Cristiano del siglo XXI, ¿puedes responder con sinceridad las siguientes preguntas?:
¿Cual es tu identidad?, ¿de donde vienes?, ¿a dónde vas?
¿Podrás reconsiderar el matrimonio como un puente a la eternidad?
¿Cuáles son los valores que gobiernan tu relación como pareja? ¿Son los del Eterno?
Es prudente recordar la indisolubilidad del matrimonio, porque haciendo esto agradas a Dios y te liberas de la inercia de estos tiempos, sí, tiempos descafeinados.
Los hijos del divorcio
Controversia
¿Y qué hacemos con los hijos?
Juan Elías Vázquez
A esta pluma inútil no deja de impactarle cómo es que alguien que luchó con tanto denuedo para conseguir un gran amor, un mal día decide acabar con él, cortándole la cabeza. Cierto que hay matrimonios forzosos o arreglados que, por su misma naturaleza, están condenados al fracaso. Pero si uno parte del principio de que las parejas se casan por amor, entonces no es fácil explicarse cómo es que terminan divorciándose.
Lo más preocupante para el pueblo de Dios es constatar que cada vez hay un mayor número de cristianos en proceso de divorcio o, de plano, divorciados. No es que nos escandalicemos –o tal vez sí–, pero hasta hace no mucho tiempo el tema ni siquiera se tocaba entre nosotros. Quizá se ocultaba, no lo sé. A nuestros padres no les resultaba sencillo de ningún modo optar por la separación legal y definitiva. Ese NO recurrente, me podría argüir el amable lector, se debe a que antes guardábamos más las formalidades; éramos más aparentes o hipócritas, si se quiere. Las parejas de “antes”, no estaban exentos de problemas graves, sino se resignaban a vivir juntos por temor al qué dirán. Puede ser.
Las causales de divorcio, por lo tanto, se han diversificado y abundado entre los hijos de Dios. Lo que de nuevo resulta muy preocupante. Quiere decir que entre los cristianos hay quienes engañan a su pareja, quienes la aborrecen o menosprecian; que hay quienes la golpean o le prohíben ir al templo o cumplir con responsabilidades ministeriales (sobre todo entre los matrimonios mixtos), lo que también representa, por desgracia, un fenómeno cada vez más recurrente y una causal un tanto inédita de divorcio.
Si una persona engaña a su esposa(o), ésta se justifica aduciendo falta de atención conyugal, mientras la otra parte acusa de trasgresión del mandamiento aquel de “no codiciarás la pareja que no es tuya”. Puede que los dos implicados tengan razón. Para averiguar la verdad existen los careos y las investigaciones judiciales previas. ¿Y qué si la esposa se queja de maltrato físico?
Nos quedan, como apéndices mal pegados, las víctimas en segunda instancia de los divorcios. Porque los que primero sufren la asimilación de su nueva identidad civil son los casados-divorciados, luego los hijos, los padres, los hermanos y los hermanos de la iglesia. Pero es sobre los hijos donde más se resiente la resaca de un amor fracturado. Esas víctimas en segunda instancia tienen que aprender, incluso, un nuevo lenguaje. Una verborrea que trata de traducir el significado de conceptos tales como pensión alimenticia, custodia compartida o denegada, fines de semana con el padre y otro con un padrastro. Las víctimas tienen que aprender a llorar en silencio o se vuelven expertas en el arte de la negociación, con tal de no recibir palizas, o para obtener dinero para sus gustos o necesidades. Asimismo, a veces desde muy pequeños, los hijos de divorciados deben aprender el oficio de la buena expresión, labor requerida por una caterva de malandrines escolapios que, burlándose, preguntan: “¿por qué tu papá no vive con tu mamá? ¿Están divorciados? ¿Qué es eso?
Antes de tomar la decisión tan temida, piensen en ellos, en los hijos; y si por ahí se acuerdan, hagan un alto en su frenesí destructivo y piensen en aquel amor que se prometieron, eterno y fuera de este mundo; en ese cariño que tanto trabajo les costó ganarse; en esa pasión de fuego, que a fuerza de apagar con tantas necedades, está a punto de colarse por el drenaje.
¿Y qué hacemos con los hijos?
Juan Elías Vázquez
A esta pluma inútil no deja de impactarle cómo es que alguien que luchó con tanto denuedo para conseguir un gran amor, un mal día decide acabar con él, cortándole la cabeza. Cierto que hay matrimonios forzosos o arreglados que, por su misma naturaleza, están condenados al fracaso. Pero si uno parte del principio de que las parejas se casan por amor, entonces no es fácil explicarse cómo es que terminan divorciándose.
Lo más preocupante para el pueblo de Dios es constatar que cada vez hay un mayor número de cristianos en proceso de divorcio o, de plano, divorciados. No es que nos escandalicemos –o tal vez sí–, pero hasta hace no mucho tiempo el tema ni siquiera se tocaba entre nosotros. Quizá se ocultaba, no lo sé. A nuestros padres no les resultaba sencillo de ningún modo optar por la separación legal y definitiva. Ese NO recurrente, me podría argüir el amable lector, se debe a que antes guardábamos más las formalidades; éramos más aparentes o hipócritas, si se quiere. Las parejas de “antes”, no estaban exentos de problemas graves, sino se resignaban a vivir juntos por temor al qué dirán. Puede ser.
Las causales de divorcio, por lo tanto, se han diversificado y abundado entre los hijos de Dios. Lo que de nuevo resulta muy preocupante. Quiere decir que entre los cristianos hay quienes engañan a su pareja, quienes la aborrecen o menosprecian; que hay quienes la golpean o le prohíben ir al templo o cumplir con responsabilidades ministeriales (sobre todo entre los matrimonios mixtos), lo que también representa, por desgracia, un fenómeno cada vez más recurrente y una causal un tanto inédita de divorcio.
Si una persona engaña a su esposa(o), ésta se justifica aduciendo falta de atención conyugal, mientras la otra parte acusa de trasgresión del mandamiento aquel de “no codiciarás la pareja que no es tuya”. Puede que los dos implicados tengan razón. Para averiguar la verdad existen los careos y las investigaciones judiciales previas. ¿Y qué si la esposa se queja de maltrato físico?
Nos quedan, como apéndices mal pegados, las víctimas en segunda instancia de los divorcios. Porque los que primero sufren la asimilación de su nueva identidad civil son los casados-divorciados, luego los hijos, los padres, los hermanos y los hermanos de la iglesia. Pero es sobre los hijos donde más se resiente la resaca de un amor fracturado. Esas víctimas en segunda instancia tienen que aprender, incluso, un nuevo lenguaje. Una verborrea que trata de traducir el significado de conceptos tales como pensión alimenticia, custodia compartida o denegada, fines de semana con el padre y otro con un padrastro. Las víctimas tienen que aprender a llorar en silencio o se vuelven expertas en el arte de la negociación, con tal de no recibir palizas, o para obtener dinero para sus gustos o necesidades. Asimismo, a veces desde muy pequeños, los hijos de divorciados deben aprender el oficio de la buena expresión, labor requerida por una caterva de malandrines escolapios que, burlándose, preguntan: “¿por qué tu papá no vive con tu mamá? ¿Están divorciados? ¿Qué es eso?
Antes de tomar la decisión tan temida, piensen en ellos, en los hijos; y si por ahí se acuerdan, hagan un alto en su frenesí destructivo y piensen en aquel amor que se prometieron, eterno y fuera de este mundo; en ese cariño que tanto trabajo les costó ganarse; en esa pasión de fuego, que a fuerza de apagar con tantas necedades, está a punto de colarse por el drenaje.
martes, 25 de marzo de 2008
Lo que Dios Unió...
Dios odia el divorcio
Por Isabel Velázquez
Los datos oficiales dados a conocer por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI).el pasado 14 de febrero, considerado como el Día del Amor y la Amistad, indican que en México los matrimonios disminuyeron 1.5 por ciento, mientras que los divorcios aumentaron 3.2 por ciento en 2006, en comparación con el año anterior.
De acuerdo con las estadísticas oficiales de los juzgados civiles del país, durante todo 2006 se registraron 586 mil 978 matrimonios, cifra menor en 1.5 por ciento a los de 2005, cuando sumaron 595 mil 713. En cuanto a los divorcios, se realizaron 72 mil 396 en 2006 y 70 mil 184 en 2005, con un aumento de 3.2 por ciento.
Lo anterior debería poner en estado de alerta a la sociedad, y en especial al pueblo cristiano, porque se trata de cifras oficiales que no incluyen las separaciones de las llamadas uniones libres u otro tipo de convivencia equivalente al matrimonio.
Otros datos oficiales corroboran la tendencia demográfica a evitar el matrimonio a temprana edad y a posponer la llegada de los hijos. Por ejemplo, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2007, en México la población de 12 años o más ascendía a 80.5 millones, de los cuales 37.9 millones son hombres y 42.6 millones mujeres. De las personas en este rango de edad, 38 de cada 100 son solteras; 54 viven en pareja –casadas o en unión consensual– y ocho están separadas, divorciadas o viudas.
La población soltera del país se compone por 50.1 por ciento de mujeres y 49.9 por ciento de varones. De las personas solas, 54 por ciento son viudas, 32.5 por ciento separadas y 13.5 por ciento divorciadas.
Otros datos nos dan una idea de lo que pasa en la sociedad mexicana: la edad promedio al momento de contraer matrimonio en los hombres fue de 27.8 años por 25 de las mujeres. En 2006, la tasa bruta de nupcialidad (matrimonios por mil habitantes) en el país fue de 5.6. De cada 100 hombres que se casaron, 96 trabajaban al momento de contraer nupcias; de ellos, 57.2 por ciento era empleado; 14.7 por ciento jornalero o peón y 13 por ciento obrero, entre otros. En contraste, de cada 100 mujeres casadas, 41 trabajaban, en su mayoría como empleadas (77.2 por ciento).
Radiografía del divorcio
Acerca de las separaciones, el organismo informó que en 2006, por cada 100 enlaces realizados en el país hubo 12.3 divorcios; en 2000 la relación fue de 7.4 y en 1971 de 3.2. ¡En seis años creció más el porcentaje de separaciones que en las tres anteriores décadas!
Para 2006, 15 estados superan la proporción nacional. Los que tienen los valores más altos son: Baja California (29.9 divorcios por cada 100 matrimonios), Chihuahua (26.4) y Colima (23.6); en contraste, las de proporciones menores son Oaxaca (2.3), Tlaxcala (2.8) y Guerrero (5.1).
La edad promedio de los hombres al momento de divorciarse fue de 37.6 años y de las mujeres de 34.9 años. Los estados que registran las edades de mayor promedio para ambos sexos son Morelos, con 40.4 años los hombres y 37.2 años las mujeres; el Distrito Federal y San Luis Potosí, ambos con 39.2 y 36.7 años, respectivamente.
De las parejas casadas que se divorciaron en 2006, la unión de casi la mitad tuvo una duración de 10 años o más (49.5 por ciento), seguida de quienes estuvieron casados cinco años o menos (31 por ciento) y las que permanecieron unidas de seis a nueve años (19.2 por ciento).
El anterior dato, de que los matrimonios se disuelven luego de una década de convivencia, debería ponernos a pensar que ellos buscaron no separarse al primer disgusto, sino que procuraron resolver sus diferencias, lo cual al final resultó infructuoso.
De los hombres que se divorciaron, 22.5 por ciento declaró tener secundaria; 19.3 por ciento preparatoria y 19.1 por ciento estudios superiores; en el caso de las mujeres, las proporciones fueron de 23.3 por ciento, 17.8 por ciento y 17.2 por ciento, respectivamente.
¿Divorcio entre cristianos?
No hay cifras oficiales respecto de divorcios entre el pueblo cristiano. Lo que se sabe es que en muchas congregaciones cada vez es más frecuente este problema.
El divorcio se puede definir como la disolución oficial de un pacto establecido ante una autoridad. El fin perseguido es quedar en libertad de los derechos y las obligaciones adquiridas a la firma del contrato conuygal.
De acuerdo con el doctor Salvador Cárdenas, en México no siempre se permitió el divorcio. Durante mucho tiempo habían ciertas circunstancias de índole religioso que imperaban en el contexto social e impedían que el divorcio se pudiera obtener legalmente.
Fue hasta 1870 que se establecieron en el Código Civil las siete causas legales que podrían justificar la procedencia legal del divorcio: el adulterio de alguno de los cónyuges; la propuesta del esposo para prostituir a la esposa; incitación o la violencia hacia alguno de los cónyuges para que éste cometa un delito; la corrupción de la esposa o el marido hacia los hijos; el abandono del domicilio conyugal sin causa justificada; la crueldad y la acusación falsa echa por un cónyuge hacia el otro.
Algunas de esas causales se han modificado, como el tiempo fijado para el abandono de hogar, y se han agregado otras, como la del mutuo consentimiento y la bigamia.
¿Queremos agradar a Dios?
Es muy conocido el pasaje del Nuevo Testamento en el que los fariseos cuestionan al Señor Jesucristo respecto del divorcio y la respuesta del Hijo de Dios. El plan original del Padre, les dijo, era hacer familias unidas por amor. Varón y hembra los creó. Y los religiosos de aquel tiempo preguntaron: ¿Por qué pues, mandó Moisés dar carta de divorcio y permitió repudiar a la mujer? El Divino Maestro respondió: Por la dureza de vuestros corazones, mas al principio no fue así.
Pero hay otro pasaje más claro, en cuanto al divorcio. En Malaquías capítulo 2, el Espíritu Santo, el autor de la Biblia, especifica: “¿No hizo Él uno, habiendo en Él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seas desleales con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová el Dios de Israel ha dicho que Él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los Ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seais desleales”.
El propósito del matrimonio es formar una descendencia, una simiente santa, cuyo propósito es conformar entre todas las familias un pueblo santo, adquirido por Dios, donde el divorcio no está entre sus planes.
Dios, en cambio, ha provisto un camino distinto para la humanidad: el amor. Pero no esa clase de amor que se vincula con las relaciones sexuales o la atracción carnal, sino el amor que une: es sufrido, benigno, sin envidia, sin jactancia y sin vanidad. Un amor que no hace nada indebido, no busca los uyo, no se irrita y no guarda rencor. Un vínculo matrimonial que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Con estas características en el matrimonio, ¿habrá algo que pueda disolverlo?
Por Isabel Velázquez
Los datos oficiales dados a conocer por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI).el pasado 14 de febrero, considerado como el Día del Amor y la Amistad, indican que en México los matrimonios disminuyeron 1.5 por ciento, mientras que los divorcios aumentaron 3.2 por ciento en 2006, en comparación con el año anterior.
De acuerdo con las estadísticas oficiales de los juzgados civiles del país, durante todo 2006 se registraron 586 mil 978 matrimonios, cifra menor en 1.5 por ciento a los de 2005, cuando sumaron 595 mil 713. En cuanto a los divorcios, se realizaron 72 mil 396 en 2006 y 70 mil 184 en 2005, con un aumento de 3.2 por ciento.
Lo anterior debería poner en estado de alerta a la sociedad, y en especial al pueblo cristiano, porque se trata de cifras oficiales que no incluyen las separaciones de las llamadas uniones libres u otro tipo de convivencia equivalente al matrimonio.
Otros datos oficiales corroboran la tendencia demográfica a evitar el matrimonio a temprana edad y a posponer la llegada de los hijos. Por ejemplo, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2007, en México la población de 12 años o más ascendía a 80.5 millones, de los cuales 37.9 millones son hombres y 42.6 millones mujeres. De las personas en este rango de edad, 38 de cada 100 son solteras; 54 viven en pareja –casadas o en unión consensual– y ocho están separadas, divorciadas o viudas.
La población soltera del país se compone por 50.1 por ciento de mujeres y 49.9 por ciento de varones. De las personas solas, 54 por ciento son viudas, 32.5 por ciento separadas y 13.5 por ciento divorciadas.
Otros datos nos dan una idea de lo que pasa en la sociedad mexicana: la edad promedio al momento de contraer matrimonio en los hombres fue de 27.8 años por 25 de las mujeres. En 2006, la tasa bruta de nupcialidad (matrimonios por mil habitantes) en el país fue de 5.6. De cada 100 hombres que se casaron, 96 trabajaban al momento de contraer nupcias; de ellos, 57.2 por ciento era empleado; 14.7 por ciento jornalero o peón y 13 por ciento obrero, entre otros. En contraste, de cada 100 mujeres casadas, 41 trabajaban, en su mayoría como empleadas (77.2 por ciento).
Radiografía del divorcio
Acerca de las separaciones, el organismo informó que en 2006, por cada 100 enlaces realizados en el país hubo 12.3 divorcios; en 2000 la relación fue de 7.4 y en 1971 de 3.2. ¡En seis años creció más el porcentaje de separaciones que en las tres anteriores décadas!
Para 2006, 15 estados superan la proporción nacional. Los que tienen los valores más altos son: Baja California (29.9 divorcios por cada 100 matrimonios), Chihuahua (26.4) y Colima (23.6); en contraste, las de proporciones menores son Oaxaca (2.3), Tlaxcala (2.8) y Guerrero (5.1).
La edad promedio de los hombres al momento de divorciarse fue de 37.6 años y de las mujeres de 34.9 años. Los estados que registran las edades de mayor promedio para ambos sexos son Morelos, con 40.4 años los hombres y 37.2 años las mujeres; el Distrito Federal y San Luis Potosí, ambos con 39.2 y 36.7 años, respectivamente.
De las parejas casadas que se divorciaron en 2006, la unión de casi la mitad tuvo una duración de 10 años o más (49.5 por ciento), seguida de quienes estuvieron casados cinco años o menos (31 por ciento) y las que permanecieron unidas de seis a nueve años (19.2 por ciento).
El anterior dato, de que los matrimonios se disuelven luego de una década de convivencia, debería ponernos a pensar que ellos buscaron no separarse al primer disgusto, sino que procuraron resolver sus diferencias, lo cual al final resultó infructuoso.
De los hombres que se divorciaron, 22.5 por ciento declaró tener secundaria; 19.3 por ciento preparatoria y 19.1 por ciento estudios superiores; en el caso de las mujeres, las proporciones fueron de 23.3 por ciento, 17.8 por ciento y 17.2 por ciento, respectivamente.
¿Divorcio entre cristianos?
No hay cifras oficiales respecto de divorcios entre el pueblo cristiano. Lo que se sabe es que en muchas congregaciones cada vez es más frecuente este problema.
El divorcio se puede definir como la disolución oficial de un pacto establecido ante una autoridad. El fin perseguido es quedar en libertad de los derechos y las obligaciones adquiridas a la firma del contrato conuygal.
De acuerdo con el doctor Salvador Cárdenas, en México no siempre se permitió el divorcio. Durante mucho tiempo habían ciertas circunstancias de índole religioso que imperaban en el contexto social e impedían que el divorcio se pudiera obtener legalmente.
Fue hasta 1870 que se establecieron en el Código Civil las siete causas legales que podrían justificar la procedencia legal del divorcio: el adulterio de alguno de los cónyuges; la propuesta del esposo para prostituir a la esposa; incitación o la violencia hacia alguno de los cónyuges para que éste cometa un delito; la corrupción de la esposa o el marido hacia los hijos; el abandono del domicilio conyugal sin causa justificada; la crueldad y la acusación falsa echa por un cónyuge hacia el otro.
Algunas de esas causales se han modificado, como el tiempo fijado para el abandono de hogar, y se han agregado otras, como la del mutuo consentimiento y la bigamia.
¿Queremos agradar a Dios?
Es muy conocido el pasaje del Nuevo Testamento en el que los fariseos cuestionan al Señor Jesucristo respecto del divorcio y la respuesta del Hijo de Dios. El plan original del Padre, les dijo, era hacer familias unidas por amor. Varón y hembra los creó. Y los religiosos de aquel tiempo preguntaron: ¿Por qué pues, mandó Moisés dar carta de divorcio y permitió repudiar a la mujer? El Divino Maestro respondió: Por la dureza de vuestros corazones, mas al principio no fue así.
Pero hay otro pasaje más claro, en cuanto al divorcio. En Malaquías capítulo 2, el Espíritu Santo, el autor de la Biblia, especifica: “¿No hizo Él uno, habiendo en Él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seas desleales con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová el Dios de Israel ha dicho que Él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los Ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seais desleales”.
El propósito del matrimonio es formar una descendencia, una simiente santa, cuyo propósito es conformar entre todas las familias un pueblo santo, adquirido por Dios, donde el divorcio no está entre sus planes.
Dios, en cambio, ha provisto un camino distinto para la humanidad: el amor. Pero no esa clase de amor que se vincula con las relaciones sexuales o la atracción carnal, sino el amor que une: es sufrido, benigno, sin envidia, sin jactancia y sin vanidad. Un amor que no hace nada indebido, no busca los uyo, no se irrita y no guarda rencor. Un vínculo matrimonial que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Con estas características en el matrimonio, ¿habrá algo que pueda disolverlo?
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