El primer amor
Por Hazael Velázquez
Un día cualquiera, la apariencia de una persona llama poderosamente nuestra atención. Pueden ser sus ojos, su cabello o su forma de moverse, o todo a la vez. Nos encanta. Si esa persona vive cerca de nosotros o si va a la misma escuela o si trabaja en nuestro medio o asiste al mismo templo estaremos esperando con cierta ansiedad el momento de volver a verla. Cuando por fin la encontramos, se despierta en nosotros un torrente de sensaciones, eso que muchos describen como “mariposas en el estómago”. Si por un portento de la vida nuestras miradas llegan a encontrarse o el objeto de nuestra atención se dirige a nosotros el torrente se vuelve incontenible: nuestro pulso se acelera, se nos reseca la boca, nos tiemblan las rodillas y, en un instante, nos volvemos torpes de movimientos. A pesar de estos síntomas, que podríamos calificar de enfermizos, la vida nos pinta de otra manera. Nos sentimos eufóricos, con fuerzas renovadas, “que se nos venga el mundo encima”, decimos. En eso consiste, más o menos, el impacto que produce en nuestro ser el encuentro con la persona amada.
Para muchos, este hallazgo se torna en el inicio de una relación duradera que culmina en el matrimonio. Pero la intensidad con que nos acomete el primer amor pierde poco a poco su fuerza irresistible. Es como esas tormentas que oscurecen el día y que luego se vuelven lloviznitas. De acuerdo con un estudio realizado por la Universidad de Cornell, en Nueva York, las personas están biológicamente preparadas para sentirse perdidamente enamoradas entre 18 y 30 meses. Es decir, el tiempo suficiente para que la gente se conozca, conviva y tenga hijos. Luego, la pareja debe estar preparada para atravesar un estadio distinto, el de las obligaciones, los cuidados de la prole y la búsqueda mutua de nuevas sensaciones; algo así como hallar juntos el nuevo rostro de una pasión más sosegada y, por lo mismo, más duradera. La fase del enamoramiento, del primer amor, pues, concluye relativamente pronto.
En términos bíblicos, ese abandono del primer amor está descrito en el capitulo 2 del Apocalipsis: “Yo conozco tus obras”, dice el Espíritu, cuyo mensaje posee un marcado carácter individual, es decir, se relaciona directamente conmigo. “…Tengo contra ti –sentencia–, que has dejado tu primer amor” (v. 4). ¿Qué advierte el Espíritu Santo respecto de este incumplimiento? Podríamos parafrasearlo así: “Recuerda, por tanto, dónde está el origen de tu enfriamiento y da marcha atrás y comienza a hacer algo para recuperar a tu amado(a); de otra manera, Yo voy a actuar pronto y voy a dejar de tenerte en mi noticia… si no te hubieres arrepentido” (v. 5). La Biblia considera el primer amor como un estilo de vida permanente y no como un estado emocional pasajero. De modo que los cristianos no podemos justificar cualquier clase de desamor basándonos ni siquiera en las evidencias médico-biológicas. Porque, ¿acaso podemos profesar a Jesucristo un amor mediocre? ¿O estamos en posición de decir: “Te amo, Señor, pero ya no eres lo más importante de mi vida; te amo, pero ya no pienso en ti a todas horas ni en primer lugar”?
¿Podemos considerar a nuestra pareja en todo momento bajo la óptica del primer amor? Tratemos de contestar ahora lo siguiente: ¿cómo es posible que un amor que suponíamos inagotable termina en el bote de basura? Dicen que en el amor no puede haber medianías: o se ama con locura o se aborrece con todo el corazón. Desde luego que un cristiano no puede darse el lujo de pensar así. ¿A poco ya se nos olvidó esa personita que ocupaba nuestras horas de sueño; que corríamos a ver todos los días; que mimábamos y defendíamos a capa y espada? “Es que me fue infiel”, podemos anteponer. “Con tantos maltratos fue acabando con mi amor y mi respeto”. Algunos matrimonios siguen juntos toda la vida, pero sólo por guardar las apariencias. Otros, más modernizados, optan por el divorcio. En todo caso, el divorcio, dijo el Señor, se debe a “la dureza de vuestro corazón” (Mat 19:8), “pero al principio no fue así”, concluye el Maestro. No era el plan de Dios que lo que Él unió lo separe el hombre.
En el endurecimiento del corazón reside el origen de toda anomalía conyugal. Los fariseos le preguntaron a Jesús: “¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio y repudiarla (a la mujer)?” La gente de ahora, incluso los cristianos, bien que pueden decir, ¿para qué entonces existe el divorcio, sino para aprovecharlo?
Volvámonos a Jesús, ejemplo inefable de fidelidad, quien amó tanto a la Iglesia que ofreció Su sangre para que ella viviera; embelleciéndola por la Palabra y prometiéndole casorio, no sólo por 30 meses; el compromiso lleva ya, por lo menos, ¡20 siglos!
“Con amor eterno te he amado. Por tanto, te soporté con misericordia”. (Jer. 31:2)
miércoles, 26 de marzo de 2008
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