miércoles, 26 de marzo de 2008

Los hijos del divorcio

Controversia
¿Y qué hacemos con los hijos?
Juan Elías Vázquez

A esta pluma inútil no deja de impactarle cómo es que alguien que luchó con tanto denuedo para conseguir un gran amor, un mal día decide acabar con él, cortándole la cabeza. Cierto que hay matrimonios forzosos o arreglados que, por su misma naturaleza, están condenados al fracaso. Pero si uno parte del principio de que las parejas se casan por amor, entonces no es fácil explicarse cómo es que terminan divorciándose.
Lo más preocupante para el pueblo de Dios es constatar que cada vez hay un mayor número de cristianos en proceso de divorcio o, de plano, divorciados. No es que nos escandalicemos –o tal vez sí–, pero hasta hace no mucho tiempo el tema ni siquiera se tocaba entre nosotros. Quizá se ocultaba, no lo sé. A nuestros padres no les resultaba sencillo de ningún modo optar por la separación legal y definitiva. Ese NO recurrente, me podría argüir el amable lector, se debe a que antes guardábamos más las formalidades; éramos más aparentes o hipócritas, si se quiere. Las parejas de “antes”, no estaban exentos de problemas graves, sino se resignaban a vivir juntos por temor al qué dirán. Puede ser.
Las causales de divorcio, por lo tanto, se han diversificado y abundado entre los hijos de Dios. Lo que de nuevo resulta muy preocupante. Quiere decir que entre los cristianos hay quienes engañan a su pareja, quienes la aborrecen o menosprecian; que hay quienes la golpean o le prohíben ir al templo o cumplir con responsabilidades ministeriales (sobre todo entre los matrimonios mixtos), lo que también representa, por desgracia, un fenómeno cada vez más recurrente y una causal un tanto inédita de divorcio.
Si una persona engaña a su esposa(o), ésta se justifica aduciendo falta de atención conyugal, mientras la otra parte acusa de trasgresión del mandamiento aquel de “no codiciarás la pareja que no es tuya”. Puede que los dos implicados tengan razón. Para averiguar la verdad existen los careos y las investigaciones judiciales previas. ¿Y qué si la esposa se queja de maltrato físico?
Nos quedan, como apéndices mal pegados, las víctimas en segunda instancia de los divorcios. Porque los que primero sufren la asimilación de su nueva identidad civil son los casados-divorciados, luego los hijos, los padres, los hermanos y los hermanos de la iglesia. Pero es sobre los hijos donde más se resiente la resaca de un amor fracturado. Esas víctimas en segunda instancia tienen que aprender, incluso, un nuevo lenguaje. Una verborrea que trata de traducir el significado de conceptos tales como pensión alimenticia, custodia compartida o denegada, fines de semana con el padre y otro con un padrastro. Las víctimas tienen que aprender a llorar en silencio o se vuelven expertas en el arte de la negociación, con tal de no recibir palizas, o para obtener dinero para sus gustos o necesidades. Asimismo, a veces desde muy pequeños, los hijos de divorciados deben aprender el oficio de la buena expresión, labor requerida por una caterva de malandrines escolapios que, burlándose, preguntan: “¿por qué tu papá no vive con tu mamá? ¿Están divorciados? ¿Qué es eso?
Antes de tomar la decisión tan temida, piensen en ellos, en los hijos; y si por ahí se acuerdan, hagan un alto en su frenesí destructivo y piensen en aquel amor que se prometieron, eterno y fuera de este mundo; en ese cariño que tanto trabajo les costó ganarse; en esa pasión de fuego, que a fuerza de apagar con tantas necedades, está a punto de colarse por el drenaje.

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