lunes, 15 de junio de 2009

¿Emisario de la paz?
Por Juan Elías Vázquez

El mundo está asqueado de la guerra. Siempre la ha temido; pero nunca antes había podido protestar con tanta libertad y éxito en contra de sus propios gobiernos o de potencias militares agresivas. Las “purgas étnicas”, los atentados terroristas y la guerra en el Medio Oriente son el blanco predilecto de las ONG (Organizaciones No Gubernamentales) y de un amplio sector en las sociedades occidentales. El ingrediente clave que nutre estos reclamos legítimos es la tolerancia o simpatía hacia las costumbres y pensamientos de las minorías. Se cree que si los ciudadanos de las diferentes naciones no terminaran por recelar o aborrecer a quienes piensan distinto de ellos el panorama global luciría otro rostro. La realidad es que, por ejemplo, los países “cristianos” desconfían espantosamente de los musulmanes, ateos o comunistas (como Libia, Cuba o Corea del Norte). Por su parte, desde muy jóvenes, los musulmanes de cualquier nación aprenden a odiar más o menos a los “demonios occidentales”. Ese choque de culturas va más allá del mero conflicto religioso; al final del día, no obstante, la visión mística que posee una y otra sociedad de la guerra es la que termina por imponerse nacionalmente. Para el de Oriente Medio, el solo nacimiento bajo la bandera de la Media Luna supone una Yihad o “guerra santa”; para el ciudadano promedio de Occidente, el corazón se parte en dos a la hora de juzgar su mundo amenazante: por un lado, la psicosis colectiva que vive lo obliga a temer de todo aquel sujeto con aspecto de palestino o iraní, y por otro, su sensibilidad civilizada lo compele a reclamar airadamente el uso desequilibrante en esa región del armamento europeo o norteamericano.
Así las cosas, hay que apostar por el poder mediático que conmueve hoy por hoy la conciencia de Occidente. Pues no hay duda que quien consiga obtener un ápice de paz en la dura tierra del Asia Menor ganará también, en el corto plazo, altos niveles de popularidad, lo cual debe leerse como aglutinamiento de poder de decisión en una de las zonas más estratégicas del planeta. Una rebanada de pastel por demás apetitosa.
La población del mundo está al tanto de lo que haga –y no tanto de lo que pueda hacer- el nuevo presidente de los Estado Unidos, la potencia más influyente del contexto global, Barak Obama. Este hombre incluye en su personalidad esos elementos que tanto impacto tienen en la arena política y de los medios de comunicación masiva: ambigüedad religiosa, diversidad racial y un cierto descaro a la hora de opinar sobre asuntos de política domestica e internacional. Hay que decir, que la sociedad en pro de la paz –amplia mayoría en este lado del mundo- ha cifrado sus esperanzas en el nuevo presidente, pues harta está ya de intentos medrosos, de gobernantes belicistas o primeros ministros entorpecidos por el olor de la pólvora, al estilo Bush y Aznar.
No faltará quien diga, sin embargo, que con Barak Obama en Washington pronto flameará también un nuevo estandarte en la Casa Blanca: el del Islam, aquella bandera roja de sangre con un centro blanco en forma de estrellas y media luna.
El futuro de la higuera
Por Sinaí Ocampo

Nadie sabe el día ni la hora cuando el Hijo de Dios habrá de regresar a la Tierra ni las condiciones económicas, políticas, sociales y religiosas que prevalecerán en ese tiempo. Pero, cada vez que hay oportunidad –por ejemplo al término de un siglo o de un milenio o con la llegada de un nuevo mandatario a un país poderoso–, la gente comienza a especular sobre el futuro del mundo y la llegada de nuevos mesías.
De ahí que muchas personas sientan la inquietud de ver llegar a la presidencia del país más poderoso del mundo a alguien sustancialmente diferente del resto de sus 43 predecesores. Y en la asunción de Barack Hussein Obama, muchos comienzan a ver señales.
Lo primero que salta a la vista es que se trata de un hombre de origen negro (su padre es keniano), lo cual resulta una paradoja en un país hasta hace años racista, donde hace apenas tres décadas no dejaban entrar a los restaurantes a “negros, perros ni mexicanos”. ¡Obama resultó ser apenas el quinto senador de color en la historia de Estados Unidos!
Pero, además, muchos dudan de su formación cristiana, dado que al ser abandonado por su padre a los dos años de edad, su madre se casó nuevamente con un indonesio, por lo que Barack tuvo que emigrar a Yacarta, en donde a los seis años y durante 48 meses recibió educación en un colegio católico y convivió con la gente de un país de mayoría musulmana.
Todo lo anterior conspira contra el nuevo mandatario, quien ha de ejercer su liderazgo a contracorriente, con dos guerras pendientes en el tintero del presupuesto (de un presupuesto en crisis), en un concierto de naciones pujante, donde China y Europa libran una batalla sin cuartel por la supremacía económica y la guerra en el Medio Oriente obligará pronto al nuevo presidente a tomar una decisión respecto del histórico apoyo a la nación de Israel.
De su decisión dependerá que el pueblo judío, odiado prácticamente en todo el mundo, enfrente a sus enemigos árabes.
¿Y por qué debe importarle a la Iglesia el futuro del pueblo judío?
Brevemente, por dos razones. La primera, porque del futuro de Israel como nación dependen algunas de las señales para el regreso de nuestro Señor Jesucristo por su Iglesia amada. Él mismo definió que cuando la higuera estuviera reverdeciendo, cuando brotaran las hojas, es decir, que cuando el pueblo de Israel volviese a ser nación en el territorio que ocupaba en ese tiempo (lo que sucedió en 1948 y 1967, cuando recuperó parte de Jerusalén), deberíamos estar preparados para el rapto de la Iglesia. “Conoced que está cerca, a las puertas”. Y “no pasará de esta generación” para que se cumpla la promesa del Señor.
En segundo lugar, porque varias de las profecías muestran que algún día todas las naciones del mundo se unirán para pelear contra Israel (lo cual implica el abandono de sus históricos aliados: Estados Unidos y Gran Bretaña), para que sea el mismo Señor quien los defienda, pues al no estar ya la Iglesia en el mundo, Dios retomará el pacto con los judíos.
Senectud

Anciano de días
Por Asael Velázquez

El bombardeo mediático, los avances tecnológicos y, en general, la modernidad han trastocado de tal modo los valores de la sociedad que la gente se ha alejado dramáticamente de lo que enseña la Palabra de Dios. Y esa vorágine por lo inmediato (ser, tener y consumir) ha arrastrado a algunos cristianos a olvidarse de las cosas de arriba y a poner sus ojos en las cosas de la tierra.
Pero las Sagradas Escrituras, Palabra viva y eficaz, nos aconsejan ahora que nos paremos en los caminos y miremos y preguntemos por las sendas antiguas cuál sea el buen camino. Y una vez que lo hayamos encontrado hay que caminar por ese sendero, para encontrar descanso para nuestras almas (Jer 6:16)
Un buen ejemplo de cómo los valores humanos están patas para arriba (mis pensamientos no son vuestros pensamientos, dice el Señor en Isaías) es el trato que la sociedad da a los ancianos, a quienes muchas veces se les arrumba en un rincón de la casa, se les ve como un estorbo y se les mide por su inutilidad para producir bienes o sacarles algún provecho.
Algunos se han convertido en una carga para la familia, sobre todo cuando los viejos arrastran con ellos todas las enfermedades del mundo. Muchos quisieran confinarlos a los hospitales, a los asilos o a los panteones.
Pero la Biblia mide con otra vara a los ancianos y ordena un trato especial para ellos.
“Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor. Yo Jehová” (Lev. 19:32); el apóstol Pedro agrega “Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos” (1ª. 5:5); a lo que el apóstol Pablo ordenaba “No reprendas al anciano, sino exhórtale como a padre” (1ª. Tim 5:1), y el proverbista considera que “corona de honra es la vejez” y que “la hermosura de los ancianos es la vejez”.
Un anciano era y debe ser para los hijos de Dios motivo de honra.
No en balde algunos profetas, como Daniel (7:22), comparan al Eterno Dios como un “anciano de días” y al final del tiempo estarán junto al trono del Dios Altísimo, según la visión del apóstol Juan, 24 ancianos en sus respectivos tronos y con sus coronas.
Además, los apóstoles llaman “ancianos” a los pastores, obispos y, en general, al encargado de una congregación, una familia o hasta quienes deben juzgar, porque son los de mayor experiencia (como los 70 ancianos nombrados por Moisés).
Ahora bien, la eterna Palabra de Dios no esconde la fragilidad y penurias de esta edad. El Salmo 90 habla de molestia y trabajo cuando se rebasa la edad de la plenitud y el capítulo 12 del Eclesiastés describe dramáticamente la decadencia del cuerpo físico de los viejos. En cambio, para quienes conserven su relación intacta con Dios existe la promesa de que “aún en la vejez estarán vigorosos y verdes para anunciar que Jehová mi fortaleza es recto”.
¿Entonces ser viejito me da permiso de hacer lo que yo quiera?
De ninguna manera, a ellos el apóstol Pablo les ordena “que los ancianos sean sobrios, serios, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia. Las ancianas asimismo sea reverentes en su porte; no calumniadoras, no esclavas del vino, maestras del bien; que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, sujetas a su marido, para que la Palabra de Dios no sea blasfemada”.
Los valores enseñados por la Biblia son eternos, no caducan con el tiempo o con el espacio geográfico. Los principios son aplicables a cualquier persona y el plan de Dios es que la familia sea la base de la comunidad, en la cual los ancianos tienen un lugar especial, porque eso es justo, porque han dejado la fuerza de su juventud en procurar que los hijos y hasta los nietos tengan bienestar y estabilidad. Y porque ellos nos enseñaron y heredaron el conocimiento del Dios verdadero. Y la ordenanza divina es que los hijos de Dios “aprendan (…) a recompensar a sus padres, porque esto es lo honesto y agradable delante de Dios” (1ª. Tim 5:4)
Porque si no puedes honrar al anciano que tus ojos ven…
Niño a los cien años
Por Juan Elías Vázquez

El profeta Isaías ministró durante un tiempo de gran decadencia espiritual. En el capítulo tercero de su libro, predijo cómo serían los días de Judá, por cuanto no se volvieron al Dios de sus padres: “Porque he aquí que el Señor Jehová de los ejércitos quita de Jerusalén y de Judá al sustentador y al fuerte, todo sustento de pan y todo socorro de agua; el valiente y el hombre de guerra, el juez y el profeta, el adivino y el anciano”. A este escenario de ruina moral y económica, habrá que añadir el de la debacle política: “Y les pondré jóvenes por príncipes, y muchachos serán sus señores” (Is 3:1,2,4,5).
A Timoteo, el apóstol Pablo le aconseja que no permita que nadie menosprecie su ministerio por ser joven. En esta porción de la Biblia, en cambio, juventud viene a ser sinónimo de inexperiencia y vanidad. Semejante a aquel momento crucial para Israel en que Roboam, el patético sucesor de Salomón, decide rechazar las advertencias de los ancianos y opta por seguir los absurdos consejos de jóvenes ensoberbecidos. No es tanto la juventud y su inexperiencia lo que censura las Escrituras; más bien, se pone en tela de juicio la irresponsabilidad o falta de mesura que evidencia un espíritu pueril actuando en una persona adulta (“cuando era niño, pensaba como niño”, sentencia Pablo). Por ello, el Eclesiastés clama: ¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es muchacho, y tus príncipes banquetean de mañana” (v.16). Ese exceso de sensualidad juvenil revuelve las entrañas del profeta de tal manera que arremete con dureza contra “los que se levantan de mañana para seguir la embriaguez; que se están hasta la noche, hasta que el vino los enciende” (Isaías 5:11).
No hay razón para dudar del buen gobierno de los jóvenes y sus juicios. No obstante, el juicio divino se hace patente cuando una sociedad rehúsa y niega oír y actuar en consonancia con la experiencia de sus padres. El signo más visible de los tiempos de que habla Isaías tiene que ver con un conflicto generacional que ha traído maldición sobre el pueblo: “Y el pueblo se hará violencia unos a otros, cada cual contra su vecino; el joven se levantará contra el anciano...” A tal punto que: “los opresores de mi pueblo son muchachos”.
Si el profeta Isaías trajera palabra sobre México, esa Palabra traería juicio. Pues no cabe duda que en nuestra sociedad de adultos “fuertes, competitivos y lúcidos” ni la voz del joven imberbe vale tanto, menos todavía la de un anciano. Es lugar común aquella frase que retrata la posición de un viejo: “esos viejecitos que ya tenemos como un mueble inservible”. Que si caminan lentos, que si ya “chochean” (o sea, que no dan una cuando opinan), que si huelen mal, que si son muy criticones, que si ya no aportan ni un cinco para su manutención. ¡Cuidado!, que podríamos estar llegando a un nivel de soberbia e iniquidad insoportables para el Juez Justo.
De los ancianos hay que agradecer que nos muestren los obstáculos de un camino que ellos ya fueron y vinieron. Hay que aprovechar su sabiduría, que en la Biblia es sinónimo de prudencia, y no tanto de inteligencia. Sin embargo, los que son viejos han aprendido que una mente que se cultiva con constancia se mantiene joven y lúcida. Hay que reconocer su papel insustituible en nuestra sociedad, la amabilidad de su compañía y su ternura.
Si hay que tomar en cuenta la opinión de un joven, con mayor razón la de un anciano. Es una clase de respeto diferente, de otra naturaleza. Tiene que ver con un respeto reverencial, que físicamente se manifiesta con el beso que damos en su mano. No podemos, por tanto, menospreciar a un anciano o decirle, por ejemplo, que huele mal o que ya estorba y, jamás, por ningún motivo, lamentarnos de que nuestro viejito siga tan cosijoso o que siga viviendo. Isaías termina su libro con palabras de victoria. En ellas puede leerse, hablando de un futuro próximo: “No habrá más allí niño que muera de pocos días ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años...” (Is 65:20).

viernes, 12 de junio de 2009

El secuestro

¿Puede un cristiano ser plagiado?

Por Juan Elías Vázquez

Imagine a una persona que camina apresuradamente por la calle, pegada a la pared de los edificios, a cada rato volteando para un lado y otro, y sujetando fuertemente lo que trae entre las manos. No es raro observar esta clase de comportamiento, por ejemplo, en la ciudad de México. Supongamos otro escenario, éste no tan típico. Un hombre camina ligero, como si toda carga hubiera sido liberada de su espalda; mira hacia el frente y sus pasos son firmes. Ese día, por alguna singular razón, decide tomar un rumbo distinto de siempre. Consigue, como todos los días, llegar seguro a su destino.
Qué bueno sería que todos los mexicanos pudiéramos caminar así de despreocupados por las calles de nuestro país, sin temor de que alguien nos agreda o pase un ladrón a toda carrera y nos arrebate la bolsa. O que un comando armado nos levante y nos vacíe la tarjeta de crédito o nos secuestre y exija cuantioso rescate por respetar nuestra vida.

¿Será posible caminar por la calle con confianza?
La Palabra Sagrada nos declara a los cristianos que Dios es escudo alrededor de nosotros y es quien levanta nuestra cabeza (Sal 3:3). Por lo tanto, no temeremos aunque la Tierra fuese removida. Cristo debe ser la confianza del hombre regenerado y su principal punto de apoyo, en todos los órdenes de la vida. ¿Entonces podrá ser posible que un cristiano pueda ser víctima –no sólo de un robo– de un secuestro? Usted qué cree. Quien escribe conoce por lo menos un par de estos casos.
¿Qué ocurrió aquí? Como preguntaron los discípulos a Jesús: ¿quién pecó, éstos o sus padres? Porque si el Espíritu de Dios está con nosotros, esa clase de desgracias no tendrían que sucedernos. Otro podría opinar quizá con razón que Dios no es injusto para permitir que sus hijos sufran.
Mejor dejemos que la Biblia nos responda. Repasemos la vida de un hombre poderoso en el Espíritu: el apóstol Pablo. A lo largo de sus tres viajes misioneros, este hombre de Dios nunca caminó por donde Él quiso, aunque sus pasos siempre fueron firmes y seguros. En Hechos capítulo 16, 6, Lucas cuenta que el Espíritu prohibió expresamente a Pablo que se predicase el evangelio en Asia. En el versículo 7, la Palabra da testimonio de que otra vez el Espíritu Santo no dejó a Pablo que pasara por la ciudad de Bitinia. ¡Maravilloso poder divino que conoce todas las cosas pasadas y futuras, y que conforme a ello guía los pasos de sus hijos!
Pero, ¡quién puede entender los designios celestiales! Pues en un pasaje posterior la actitud del apóstol, al parecer contradictoria, hace que todos nuestros razonamientos se vengan abajo. En el capítulo 21 se cuenta que un profeta llamado Agabo advierte a Pablo que no descienda a Jerusalén ya que ahí será atado y entregado a los gentiles. El mensaje venía del Espíritu (v. 11), ¿por qué, entonces, Pablo decidió no acatarlo? Los presentes que oyeron la advertencia apelaron al sentido común y rogaban al apóstol que no fuese a la santa ciudad. Mas él les respondió: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (v. 13).
Podríamos aventurar con ligereza y cuestionar: ¿es así como Dios le paga a sus hijos sus servicios? ¿Con la muerte, con la prisión, con el secuestro? ¿Un cristiano puede ser víctima de robo o hasta de un secuestro a pesar de su diezmo, de estar en el templo las veces que se requiera, de la oración y del ayuno?
La respuesta, queridos amigos, es que sí, que Dios es soberano en sus decisiones. Pero hay que tomar en cuenta que las prisiones del apóstol Pablo tuvieron un propósito específico: hablar de Cristo a sus captores (Hechos 22 al 24) o escribir prácticamente el Nuevo Testamento. El mismo Señor se le presentó al apóstol para confortarlo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (23:11).
He aquí la maravilla divina: puesto que aun en la noche más oscura, Dios hace brillar el faro de luz que guía nuestras almas a los propósitos de Cristo. En esto también conviene citar lo que Jesús contestó a sus desorientados discípulos: “Ni éste pecó –el nacido ciego–, ni sus padres, mas para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn 9:3).
A los mexicanos se nos ha venido la noche en estos últimos días. Cierto, miramos para todos lados y en todos lados vemos peligro. El Señor lo anunció. Dijo que “la noche viene, cuando nadie puede trabajar”. No obstante, no nos ha dejado sin esperanza. Él se presenta ahora ante nosotros, como antes ante Pablo, diciendo: “Entretanto que estoy en el mundo, Luz soy del mundo”. Su Santo Espíritu vive en mí, vive en usted, querido hermano. Andemos como de día –aun en esta oscuridad–, “pues quien anda como de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo” (Jn 11:9), es a saber Cristo, y jamás perdamos de vista lo que enseñó el Divino Maestro: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4).
El secuestrado
Por Asael Velázquez

En lo más profundo de la noche, cuando el sueño pesa más sobre los párpados, un comando irrumpió en el lugar con lujo de violencia. La mayoría ya se había dormido, pero uno de sus amigos, que sólo estaba dormitando, alcanzó a oponerse al secuestro. Pero ya era demasiado tarde. El grupo de paramilitares, armado hasta los dientes, ya había identificado a la víctima. Iban sobre él, porque dejaron que los demás huyeran. No opuso resistencia, pero ni así tuvieron compasión de él. Lo ataron y lo golpearon con saña. En realidad, apenas comenzaba la pesadilla.
Entre insultos y maldiciones se lo llevaron a lo que podría considerarse una casa de seguridad, lejos del alcance de de la autoridad civil o militar, porque en éste, como en casi todos los casos de privación ilegal de la libertad, hay otra autoridad que lo fomenta o lo permite, sea por acción u omisión.
Llevaron al secuestrado a la casa del líder religioso. Mientras, no faltaba quién lo insultara, escupiera o, incluso, lo abofeteara, entre burlas y humillaciones. Le aplicaron todo tipo de tortura, sicológica y literalmente. Con trato inhumano y degradante, lo despojaron de sus ropas. Cuando se cansaron de propinarle toda clase de improperios y golpes, lo acusaron de haber cometido cualquier cantidad de delitos, hasta aquellos más horrendos.
No hubo quién saliera en su defensa. Torturado y desecho por los golpes, el secuestrado parecía ya una piltrafa humana. Cuando el líder religioso lo condenó, todos ahí sabían que aquel pobre estaba destinado a la muerte y ningún poder humano podía salvarlo. Acusado de crímenes que jamás cometió, fue llevado ante las autoridades para que, mero trámite, decretaran la pena de muerte sobre él. Tenía la boca desecha por la golpiza y musitó algunas palabras en su defensa.
Privado ilegalmente de su libertad, sin tener quién lo defendiera, golpeado, torturado y vilipendiado, este hombre fue condenado a morir como el delincuente más sanguinario. Con este secuestro, los líderes religiosos vengaban la osadía de este insensato que se opuso a su autoridad. Las golpizas y el trato inhumano hicieron su mella. Como a las tres de la tarde, finalmente falleció. Quienes estaban cerca de él testifican que, poco antes de morir colgado de un madero, se le escuchó clamar: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.