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miércoles, 29 de julio de 2009
Segundo Aniversario 2009
Testimonios
El Señor me sanó de cáncer
Por Abner Chávez
No encuentro palabras para agradecer a mi Señor el milagro que hizo en mi vida, y que ahora quiero compartir con ustedes. Estoy vivo y sano por la gracia de Dios, porque sus misericordias son nuevas cada mañana y porque su poder es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
En noviembre de 2008, después de realizar varios estudios, el urólogo del IMSS me confirmó que tenía yo cáncer vesical. Y no cualquier tipo de cáncer, sino el más agresivo, invasor y en estado muy avanzado. “Si se sale de la vejiga, ya no hay nada qué hacer”, me dijo el médico, con tono de preocupación. Debo reconocer que oírlo de labios del especialista me noqueó, a pesar de saberlo ya con anticipación.
Seis meses antes, cuando el dolor atormentaba mi cuerpo, una madrugada, derramando mi alma delante de Dios, le rogaba al Señor que me dijera qué tenía y cómo podía aliviarme. Me llevó a su Palabra, en el libro del profeta Jeremías, y claramente sentí cómo hablaba a mi vida y me anticipaba lo que iba a padecer: un mal sin cura, doloroso y que no había manera de evitarlo. En ese mismo capítulo, sin embargo, daba también una promesa: “Mas yo haré venir sanidad para ti y sanaré tus heridas, dice Jehová”.
Ese pasaje y esa promesa me permitieron enfrentar la enfermedad con tranquilidad. El Señor me quiere conservar la vida, le dije entonces a mi esposa, de otra manera no me lo hubiera anticipado. Incluso así, ya previendo lo difícil, aún tenía la esperanza de que en los exámenes saliera yo limpio. Por eso, al oír de labios del médico las malas noticias, de pronto me quedé sin saber qué hacer.
Entonces busqué el apoyo en la oración de mis hermanos de la Iglesia Cristiana Restauración El Sol, donde me congrego, y simultáneamente pedí una segunda opinión en el Instituto Nacional de Cancerología. Cuando ahí me corroboraron el diagnóstico y la urgencia de atenderse, mi esposa y yo rogamos el apoyo de otros hermanos y congregaciones, entre ellos, algunos lectores de esta revista, y de otras Iglesias, cuyos pastores quisieron ponerme en peticiones. A todos ellos agradezco públicamente, porque entre todos hubo un justo a quien Dios escuchó. ¡Alabado sea el Señor!
Luego de un año de diagnósticos de muerte, cuatro visitas al quirófano, 17 días hospitalizado en Cancerología, una herida de casi 25 centímetros y muchas dificultades, angustia y dolor, los médicos me mandaron a casa sano y salvo, porque los resultados de la biopsia indicaron que ese agresivo cáncer invasor no invadió más allá del órgano que me quitaron, porque la mano de mi Señor no le permitió hacer más daño.
Aún recuerdo cómo, cuando me estaban quitando las puntadas, uno de los médicos le decía a mi esposa que los resultados de patología mostraban que ya no había necesidad de radioterapias o quimioterapias o algún otro tratamiento o medicina. Pero hay que estar atentos, advirtieron, porque “el cáncer no tiene palabra de honor”. Y eso es cierto, el cáncer no tiene palabra, pero mi Señor sí tiene Palabra y el cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de mi Señor Jesucristo permanece para siempre.
Ahora sé que estoy listo para cuando mi Dios quiera llamarme a Su presencia, que puede ser este mismo año, el siguiente o dentro de una década. Sé que eso va a pasar algún día, pero ya no será a causa del cáncer, no. A este enemigo el Señor ya lo derrotó en la cumbre del monte Calvario, donde Él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Este enemigo está ahora bajo nuestros pies.
Apenas en marzo, uno de los médicos que no me había atendido antes, al revisar mi expediente, ya para despedirse, me dijo: “Felicidades, porque no cualquiera sale de esto”. Cuando yo lo conté en una reunión familiar, una de mis cuñadas me atajó: Es que nosotros no somos cualquiera, somos hijos de un Dios vivo.
Y esa es la razón por la que me decidí a publicar este testimonio. Decirte a ti, hermano, que tú eres un hijo del Dios viviente y que si Él me sanó a mí de un mal incurable, también puede sanarte a ti, no importa el nombre de la enfermedad ni los años que tengas sufriendo con ella. Aférrate a la Palabra de Dios y allégate a Su presencia con fe, porque Él no tarda en cumplir sus promesas.
* Editor de La Voz del Amado
Testimonios
El Señor me sanó de cáncer
Por Abner Chávez
Jehová, Dios mío, a ti clamé y me sanaste.
Oh, Jehová, hiciste subir mi alma del sepulcro.
Salmos 30:2-3
Salmos 30:2-3
No encuentro palabras para agradecer a mi Señor el milagro que hizo en mi vida, y que ahora quiero compartir con ustedes. Estoy vivo y sano por la gracia de Dios, porque sus misericordias son nuevas cada mañana y porque su poder es el mismo ayer, hoy y por los siglos.
En noviembre de 2008, después de realizar varios estudios, el urólogo del IMSS me confirmó que tenía yo cáncer vesical. Y no cualquier tipo de cáncer, sino el más agresivo, invasor y en estado muy avanzado. “Si se sale de la vejiga, ya no hay nada qué hacer”, me dijo el médico, con tono de preocupación. Debo reconocer que oírlo de labios del especialista me noqueó, a pesar de saberlo ya con anticipación.
Seis meses antes, cuando el dolor atormentaba mi cuerpo, una madrugada, derramando mi alma delante de Dios, le rogaba al Señor que me dijera qué tenía y cómo podía aliviarme. Me llevó a su Palabra, en el libro del profeta Jeremías, y claramente sentí cómo hablaba a mi vida y me anticipaba lo que iba a padecer: un mal sin cura, doloroso y que no había manera de evitarlo. En ese mismo capítulo, sin embargo, daba también una promesa: “Mas yo haré venir sanidad para ti y sanaré tus heridas, dice Jehová”.
Ese pasaje y esa promesa me permitieron enfrentar la enfermedad con tranquilidad. El Señor me quiere conservar la vida, le dije entonces a mi esposa, de otra manera no me lo hubiera anticipado. Incluso así, ya previendo lo difícil, aún tenía la esperanza de que en los exámenes saliera yo limpio. Por eso, al oír de labios del médico las malas noticias, de pronto me quedé sin saber qué hacer.
Entonces busqué el apoyo en la oración de mis hermanos de la Iglesia Cristiana Restauración El Sol, donde me congrego, y simultáneamente pedí una segunda opinión en el Instituto Nacional de Cancerología. Cuando ahí me corroboraron el diagnóstico y la urgencia de atenderse, mi esposa y yo rogamos el apoyo de otros hermanos y congregaciones, entre ellos, algunos lectores de esta revista, y de otras Iglesias, cuyos pastores quisieron ponerme en peticiones. A todos ellos agradezco públicamente, porque entre todos hubo un justo a quien Dios escuchó. ¡Alabado sea el Señor!
Luego de un año de diagnósticos de muerte, cuatro visitas al quirófano, 17 días hospitalizado en Cancerología, una herida de casi 25 centímetros y muchas dificultades, angustia y dolor, los médicos me mandaron a casa sano y salvo, porque los resultados de la biopsia indicaron que ese agresivo cáncer invasor no invadió más allá del órgano que me quitaron, porque la mano de mi Señor no le permitió hacer más daño.
Aún recuerdo cómo, cuando me estaban quitando las puntadas, uno de los médicos le decía a mi esposa que los resultados de patología mostraban que ya no había necesidad de radioterapias o quimioterapias o algún otro tratamiento o medicina. Pero hay que estar atentos, advirtieron, porque “el cáncer no tiene palabra de honor”. Y eso es cierto, el cáncer no tiene palabra, pero mi Señor sí tiene Palabra y el cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de mi Señor Jesucristo permanece para siempre.
Ahora sé que estoy listo para cuando mi Dios quiera llamarme a Su presencia, que puede ser este mismo año, el siguiente o dentro de una década. Sé que eso va a pasar algún día, pero ya no será a causa del cáncer, no. A este enemigo el Señor ya lo derrotó en la cumbre del monte Calvario, donde Él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Este enemigo está ahora bajo nuestros pies.
Apenas en marzo, uno de los médicos que no me había atendido antes, al revisar mi expediente, ya para despedirse, me dijo: “Felicidades, porque no cualquiera sale de esto”. Cuando yo lo conté en una reunión familiar, una de mis cuñadas me atajó: Es que nosotros no somos cualquiera, somos hijos de un Dios vivo.
Y esa es la razón por la que me decidí a publicar este testimonio. Decirte a ti, hermano, que tú eres un hijo del Dios viviente y que si Él me sanó a mí de un mal incurable, también puede sanarte a ti, no importa el nombre de la enfermedad ni los años que tengas sufriendo con ella. Aférrate a la Palabra de Dios y allégate a Su presencia con fe, porque Él no tarda en cumplir sus promesas.
* Editor de La Voz del Amado
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junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario,
Testimonios
Jesús me dió un nuevo corazón
Por Olga Miranda
¿Qué haría usted si le dijeran que tiene tres días de vida? ¿Pasaría el tiempo con sus seres queridos, comería sus platillos favoritos o acudiría al altar a derramar su alma delante de Dios?
Al hermano Tomás García Vázquez, de la Iglesia del Dios Vivo, El Buen Pastor, de Nezahualcóyotl, Dios lo sanó, no obstante que un cardiólogo del Centro Médico La Raza, del IMSS, le daba tres días de vida. De hecho, él se convirtió al Evangelio a causa de este milagro.
Empezó su problema en 1991, cuando le dieron dos infartos. Salió de la clínica 25 del Seguro Social en silla de ruedas. No podía caminar ni comer ni peinarse con sus propias manos. Un día, la hermana Noemí Márquez, que vende ropa en el tianguis, le habló de ir al consultorio de un doctor “que no cobra”. Su esposo Juan y su hijo David fueron entonces a la casa del hermano Tomás y lo llevaron por primera vez al templo y un pastor lo ungió, pero él confiesa que no creía nada. Inclusive cuando los hermanos lo visitaban en su casa, él los corría. “Me acuerdo que le decía a mi esposa: ya vienen a molestar esos individuos, ¡sácalos de aquí! Fíjate, si no me compongo con la medicina que me da el doctor, crees que me voy a componer con una oración. Pues no. ¡Diles que se larguen!”. A pesar de las groserías con que eran recibidos, los hermanos insistieron e insistieron.
Un día, cuando se puso muy grave, lo llevaron a la clínica 25 y de ahí lo mandaron al Centro Médico Siglo XXI y de ahí lo trasladaron a La Raza. Ahí estuvo 28 días internado.
El cardiólogo le explicó que tenía dos arterias lastimadas en el corazón, y un aneurisma en la vena aorta a punto de reventarse, porque era muy delgadita, “y si se la destapamos va a reventar y no lo podríamos operar”.
Al día siguiente, cuando ya venían los camilleros para llevarlo al quirófano, sin saber por qué y sin titubeos, les dijo que no se iba a operar. Minutos después vino el cardiólogo a convencerlo: Señor, se va a morir, le dijo, su vena aorta está por reventar.
Ante la insistencia, lo dio de alta. Mire, señor, nosotros ya no somos responsables de lo que le pueda pasar, porque usted en el camino, con cualquier esfuerzo, se le puede reventar esa vena, ¡usted no dilata ni tres días en su casa, se va a morir!, le advirtió.
“Ese día vinieron a mi casa los pastores, los recibí y me predicaron la Palabra de Dios. En ese momento de angustia y dolor, el pastor Jesús Belmonte me preguntó si yo creía en el Señor Jesucristo. Le contesté que sí. Sin darme cuenta ni saber cómo, la Palabra de Dios ya había entrado en mi corazón.
“Los hermanos me empezaron a decir: vamos a orar por usted, hoy usted se va a levantar de esta cama, Dios lo va sanar. Va a morir para el mundo y va a vivir para Cristo. Hicieron una oración tan ferviente que, cuando ellos estaban orando, empecé a sudar y se calentó todo mi cuerpo y fue un acto divino, algo precioso que jamás en mi vida lo había sentido, Dios me había sanado. Desde ese día, aquí estoy para la honra y gloria de Dios. Tengo 16 años de vida desde ese milagro que el Señor Jesús hizo.
“Cuando se fueron los hermanos se fueron, le dije a mi esposa: quiero ir al baño. Ella me preguntó si me ayudaba. Le dije: no, yo puedo solo. En ese instante pude levantarme, regresé a mi cama. Al siguiente día me levanté a desayunar, pero ya no fue necesario que me dieran en la boca, porque desayuné con mis propias manos. Fue algo maravilloso. Verdaderamente había sido sanado.
“Hermanos, les platico este testimonio, porque mucha gente no me cree, pero quiero decirle a todo el mundo que Cristo salva y este testimonio de la enfermedad que yo tenía quedó registrada en los expedientes de los hospitales donde me atendieron.
“Hoy tengo 72 años de vida que me ha prestado Dios y he hecho muchas cosas que según los médicos no debería de hacer, no tomo medicina porque Dios hizo la obra completa. Por eso los invito a creer en el Señor Jesús, que se conviertan al Evangelio porque creemos en un Dios vivo, que nos sana de todas nuestra enfermedades del cuerpo y del alma.”
Por Olga Miranda
Los milagros que el alto Dios ha hecho
conmigo, conviene que yo los publique
Daniel 4:2
conmigo, conviene que yo los publique
Daniel 4:2
¿Qué haría usted si le dijeran que tiene tres días de vida? ¿Pasaría el tiempo con sus seres queridos, comería sus platillos favoritos o acudiría al altar a derramar su alma delante de Dios?
Al hermano Tomás García Vázquez, de la Iglesia del Dios Vivo, El Buen Pastor, de Nezahualcóyotl, Dios lo sanó, no obstante que un cardiólogo del Centro Médico La Raza, del IMSS, le daba tres días de vida. De hecho, él se convirtió al Evangelio a causa de este milagro.
Empezó su problema en 1991, cuando le dieron dos infartos. Salió de la clínica 25 del Seguro Social en silla de ruedas. No podía caminar ni comer ni peinarse con sus propias manos. Un día, la hermana Noemí Márquez, que vende ropa en el tianguis, le habló de ir al consultorio de un doctor “que no cobra”. Su esposo Juan y su hijo David fueron entonces a la casa del hermano Tomás y lo llevaron por primera vez al templo y un pastor lo ungió, pero él confiesa que no creía nada. Inclusive cuando los hermanos lo visitaban en su casa, él los corría. “Me acuerdo que le decía a mi esposa: ya vienen a molestar esos individuos, ¡sácalos de aquí! Fíjate, si no me compongo con la medicina que me da el doctor, crees que me voy a componer con una oración. Pues no. ¡Diles que se larguen!”. A pesar de las groserías con que eran recibidos, los hermanos insistieron e insistieron.
Un día, cuando se puso muy grave, lo llevaron a la clínica 25 y de ahí lo mandaron al Centro Médico Siglo XXI y de ahí lo trasladaron a La Raza. Ahí estuvo 28 días internado.
El cardiólogo le explicó que tenía dos arterias lastimadas en el corazón, y un aneurisma en la vena aorta a punto de reventarse, porque era muy delgadita, “y si se la destapamos va a reventar y no lo podríamos operar”.
Al día siguiente, cuando ya venían los camilleros para llevarlo al quirófano, sin saber por qué y sin titubeos, les dijo que no se iba a operar. Minutos después vino el cardiólogo a convencerlo: Señor, se va a morir, le dijo, su vena aorta está por reventar.
Ante la insistencia, lo dio de alta. Mire, señor, nosotros ya no somos responsables de lo que le pueda pasar, porque usted en el camino, con cualquier esfuerzo, se le puede reventar esa vena, ¡usted no dilata ni tres días en su casa, se va a morir!, le advirtió.
“Ese día vinieron a mi casa los pastores, los recibí y me predicaron la Palabra de Dios. En ese momento de angustia y dolor, el pastor Jesús Belmonte me preguntó si yo creía en el Señor Jesucristo. Le contesté que sí. Sin darme cuenta ni saber cómo, la Palabra de Dios ya había entrado en mi corazón.
“Los hermanos me empezaron a decir: vamos a orar por usted, hoy usted se va a levantar de esta cama, Dios lo va sanar. Va a morir para el mundo y va a vivir para Cristo. Hicieron una oración tan ferviente que, cuando ellos estaban orando, empecé a sudar y se calentó todo mi cuerpo y fue un acto divino, algo precioso que jamás en mi vida lo había sentido, Dios me había sanado. Desde ese día, aquí estoy para la honra y gloria de Dios. Tengo 16 años de vida desde ese milagro que el Señor Jesús hizo.
“Cuando se fueron los hermanos se fueron, le dije a mi esposa: quiero ir al baño. Ella me preguntó si me ayudaba. Le dije: no, yo puedo solo. En ese instante pude levantarme, regresé a mi cama. Al siguiente día me levanté a desayunar, pero ya no fue necesario que me dieran en la boca, porque desayuné con mis propias manos. Fue algo maravilloso. Verdaderamente había sido sanado.
“Hermanos, les platico este testimonio, porque mucha gente no me cree, pero quiero decirle a todo el mundo que Cristo salva y este testimonio de la enfermedad que yo tenía quedó registrada en los expedientes de los hospitales donde me atendieron.
“Hoy tengo 72 años de vida que me ha prestado Dios y he hecho muchas cosas que según los médicos no debería de hacer, no tomo medicina porque Dios hizo la obra completa. Por eso los invito a creer en el Señor Jesús, que se conviertan al Evangelio porque creemos en un Dios vivo, que nos sana de todas nuestra enfermedades del cuerpo y del alma.”
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junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario,
Testimonios
Jesucristo derrotó al VIH
Por Joel Vázquez Embriz
Se sabía en la Iglesia que la hermana Ana Celorio y su pequeño hijo Abraham estaban enfermos de sida. La hermana Ana fue contagiada por su esposo, ya fallecido, mientras que Abraham tenía VIH desde su nacimiento. Por labios de ella, y al no poder ocultarlo, la congregación se había enterado. Quien se veía más enfermo era el niño. Varias veces tuvieron que internarlo en el hospital, y los médicos no daban muchas esperanzas. En una de esas visitas forzadas a la clínica quiso el Señor Jesucristo comenzar a hacer la obra de restauración. La congregación, sobre todo el hermano Carlos Martínez, acudían periódicamente al hospital y ahí oraban con mucha devoción por el niño y su madre. Gracias a esta labor del Espíritu Santo, la hermana Ana comenzó a sanar, aunque primero de su alma, pues ella se había apartado un tiempo del Camino.
El sábado 7 de marzo de 2003, en un culto de sanidad divina, la hermana y su pequeño pasaron al altar para ser ungidos. Habían escuchado que la Palabra de Dios enseñaba que “la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si estuviere en pecados, le serán perdonados” (Stg 5:14, 15). Así pues, ambos fueron puestos en las manos cuidadosas del Señor y los resultados no se hicieron esperar. En un culto dominical posterior, la hermana Ana se levantó y testificó que Dios había desaparecido de su organismo al virus asesino que ningún medicamento puede erradicar. Contó que los médicos no creían que el niño estuviera sano, que pensaban que había algún error en los análisis, si no en los actuales, en los pasados y que, por lo tanto, Abraham nunca había estado enfermo, etcétera. Este milagro ocurrió en la iglesia de Xicaltepec Autopan, Estado de México, lugar al que ahora, cada que hay enfermos en fase terminal, llega el doctor que atendió a Abraham para pedirle al hermano Carlos y a la Iglesia que oren por ellos. Así es Dios que, además de sanar, salva de la muerte espiritual a quienes a Él se allegan.
Por Joel Vázquez Embriz
Se sabía en la Iglesia que la hermana Ana Celorio y su pequeño hijo Abraham estaban enfermos de sida. La hermana Ana fue contagiada por su esposo, ya fallecido, mientras que Abraham tenía VIH desde su nacimiento. Por labios de ella, y al no poder ocultarlo, la congregación se había enterado. Quien se veía más enfermo era el niño. Varias veces tuvieron que internarlo en el hospital, y los médicos no daban muchas esperanzas. En una de esas visitas forzadas a la clínica quiso el Señor Jesucristo comenzar a hacer la obra de restauración. La congregación, sobre todo el hermano Carlos Martínez, acudían periódicamente al hospital y ahí oraban con mucha devoción por el niño y su madre. Gracias a esta labor del Espíritu Santo, la hermana Ana comenzó a sanar, aunque primero de su alma, pues ella se había apartado un tiempo del Camino.
El sábado 7 de marzo de 2003, en un culto de sanidad divina, la hermana y su pequeño pasaron al altar para ser ungidos. Habían escuchado que la Palabra de Dios enseñaba que “la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si estuviere en pecados, le serán perdonados” (Stg 5:14, 15). Así pues, ambos fueron puestos en las manos cuidadosas del Señor y los resultados no se hicieron esperar. En un culto dominical posterior, la hermana Ana se levantó y testificó que Dios había desaparecido de su organismo al virus asesino que ningún medicamento puede erradicar. Contó que los médicos no creían que el niño estuviera sano, que pensaban que había algún error en los análisis, si no en los actuales, en los pasados y que, por lo tanto, Abraham nunca había estado enfermo, etcétera. Este milagro ocurrió en la iglesia de Xicaltepec Autopan, Estado de México, lugar al que ahora, cada que hay enfermos en fase terminal, llega el doctor que atendió a Abraham para pedirle al hermano Carlos y a la Iglesia que oren por ellos. Así es Dios que, además de sanar, salva de la muerte espiritual a quienes a Él se allegan.
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junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario,
Testimonios
Rescató a mi bebé de terapia intensiva
Por Elsa Mendoza
Una infección en la garganta de Dana Gimena, de dos meses, se bajó al estómago y se complicó. La más pequeña de mis dos hijas tenía diarrea, vómito y dolorosos cólicos y se fue agravando. Oramos en familia y, entre lágrimas, entregué a mi hija a la voluntad del Señor porque, después de todo, de Él había venido. Para el 30 de enero estábamos en Urgencias del hospital del IMSS, porque la nena presentó una distensión abdominal de 44 cm, pues una mala dosis del medicamento provocó un colapso en el intestino y éste se paralizó. A la mañana siguiente estaba en terapia intensiva, los doctores dijeron que la niña estaba muy grave y que por ninguna razón debía irme. Su vida corría peligro, se operara o no. Todos los días clamábamos al Señor. La pequeña se consumía día a día por el riguroso ayuno que tuvo. Le hicieron muchos estudios y le aplicaron medicamentos todo el tiempo: estaba muy lastimada. Recibíamos el reporte médico como un golpe diario, pues no había mejoría. En el pasillo de terapia encontramos a otros padres, casi todos cristianos, que nos dieron apoyo y consuelo, pues orábamos unos por otros. Un amigo nos dio Palabra que, cuando supiéramos por qué estábamos allí, regresaríamos a casa con nuestra hija sana, sin necesidad de operación. De pronto, la niña empezó a mejorar, luego más y así, hasta que aceptó hasta 4 onzas de leche, pues antes sólo había recibido nutrición parenteral por medio de un catéter en el cuello, razón por la que no podíamos cargarla, ¡con lo mucho que nos hacía falta a todos!
Luego de otra valoración, que arrojó por tercera vez la posibilidad de una operación, para sorpresa de los médicos y alegría nuestra, la niña mejoró. Luego de 1 mes hospitalizada, Dana está hoy en casa por la misericordia de Dios, ya recuperada. Antes de salir, el personal del hospital elogió la fortaleza física de la niña, pero les dijimos que Dana, por sus propias fuerzas, hubiera librado una batalla perdida. Ganó la guerra en las fuerzas del Señor. Él nunca la abandonó. ¡Bendito y alabado seas Señor, porque ella nunca estuvo sola, Tú siempre la cuidaste!
* Diseñadora de La Voz del Amado
Por Elsa Mendoza
Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz
y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti.
Isaías 60:1
y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti.
Isaías 60:1
Una infección en la garganta de Dana Gimena, de dos meses, se bajó al estómago y se complicó. La más pequeña de mis dos hijas tenía diarrea, vómito y dolorosos cólicos y se fue agravando. Oramos en familia y, entre lágrimas, entregué a mi hija a la voluntad del Señor porque, después de todo, de Él había venido. Para el 30 de enero estábamos en Urgencias del hospital del IMSS, porque la nena presentó una distensión abdominal de 44 cm, pues una mala dosis del medicamento provocó un colapso en el intestino y éste se paralizó. A la mañana siguiente estaba en terapia intensiva, los doctores dijeron que la niña estaba muy grave y que por ninguna razón debía irme. Su vida corría peligro, se operara o no. Todos los días clamábamos al Señor. La pequeña se consumía día a día por el riguroso ayuno que tuvo. Le hicieron muchos estudios y le aplicaron medicamentos todo el tiempo: estaba muy lastimada. Recibíamos el reporte médico como un golpe diario, pues no había mejoría. En el pasillo de terapia encontramos a otros padres, casi todos cristianos, que nos dieron apoyo y consuelo, pues orábamos unos por otros. Un amigo nos dio Palabra que, cuando supiéramos por qué estábamos allí, regresaríamos a casa con nuestra hija sana, sin necesidad de operación. De pronto, la niña empezó a mejorar, luego más y así, hasta que aceptó hasta 4 onzas de leche, pues antes sólo había recibido nutrición parenteral por medio de un catéter en el cuello, razón por la que no podíamos cargarla, ¡con lo mucho que nos hacía falta a todos!
Luego de otra valoración, que arrojó por tercera vez la posibilidad de una operación, para sorpresa de los médicos y alegría nuestra, la niña mejoró. Luego de 1 mes hospitalizada, Dana está hoy en casa por la misericordia de Dios, ya recuperada. Antes de salir, el personal del hospital elogió la fortaleza física de la niña, pero les dijimos que Dana, por sus propias fuerzas, hubiera librado una batalla perdida. Ganó la guerra en las fuerzas del Señor. Él nunca la abandonó. ¡Bendito y alabado seas Señor, porque ella nunca estuvo sola, Tú siempre la cuidaste!
* Diseñadora de La Voz del Amado
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junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario,
Testimonios
Influenza
¿Epidemia o pecado?
Por Juan Elías Vázquez
Cuando la influenza se hallaba en su pico más alto, un columnista de un importante diario capitalino comparaba la epidemia mexicana con las plagas de Egipto. Las nuestras, decía el periodista, han sido muchas más de diez: influenza, obesidad, terremotos, inundaciones, sequías, adicciones, pobreza, ignorancia, corrupción, cacicazgos, partidos políticos, crisis económicas, narcotráfico, ejecuciones, inseguridad, ilegalidad, ambulantaje, etcétera. Desde esta perspectiva, nuestro cuadro “epidemiológico” hace ver a Egipto como una caricatura de nación en crisis. ¡Mucho cuidado con esta clase de comparaciones! Porque al Faraón y a su pueblo la peste les llegó por causa de su desobediencia y rebeldía ante el Todopoderoso. Lo que le está pasando a México, por lo tanto, podríamos pensar, es consecuencia de su pecado delante de Dios.
Al grado de descomposición institucional en el país hay que añadir lo que a los ojos bíblicos significa la transgresión de la ley divina, como por ejemplo la legalización del aborto o de los matrimonios homosexuales o la permisión para portar ciertas cantidades de droga. Adquirir un perfil moderno y democrático le ha salido caro al país.
¿Será, entonces, que nuestro alcance de prevaricación (“quebrantamiento de una ley”) delante del Señor ha acarreado nuestros males? Cuesta trabajo aceptarlo, por lo menos en nuestra casa. Es muy fácil afirmar que Dios ha castigado duramente al continente asiático (con tsunamis, gripe aviar, etcétera) debido a su idolatría y a la corrupción de sus costumbres y hábitos alimenticios. Pero… ¿y a nosotros?
Vivimos una época de incredulidad y sospecha. Muchas personas medianamente educadas consideran que creer en Dios no sólo es una pérdida de tiempo, sino que también implica un retroceso intelectual. Con ligereza aducen: “Es que soy agnóstico”, como si eso los volviera superiores. No creer y sospechar van de la mano. Por eso, bajo ningún concepto “racional”, nos podemos atrever a afirmar que las pestes que estamos padeciendo son castigo de Dios.
Pero el cristiano verdadero sabe que esto que vivimos es consecuencia del alto nivel de descomposición social, moral y ética de nuestra nación, que corroe desde los estratos más altos hasta los inferiores; consecuencias lógicas de una estructura corrompida y carente de solidaridad con las clases más desfavorecidas. ¿Y los fenómenos naturales? Signo de los tiempos, fruto de políticas ineficientes en materia de planeación ecológica; resultado del consumo ávido e irracional de los recursos no renovables.
Cualquier otra explicación lógica es aceptable, menos atribuir nuestras desgracias y pasiones doloridas en tiempos de la influenza al juicio Divino. Quien afirme cosa semejante, pobre ingenuo, es oído con una risita condescendiente y recibido con una palmadita en la espalda: “Ya está bien, muchacho(a), te creemos, no te sulfures”.
¿Será que el cristianismo histórico ya no cabe en este mundo rebasado por la historia?
¿Epidemia o pecado?
Por Juan Elías Vázquez
Cuando la influenza se hallaba en su pico más alto, un columnista de un importante diario capitalino comparaba la epidemia mexicana con las plagas de Egipto. Las nuestras, decía el periodista, han sido muchas más de diez: influenza, obesidad, terremotos, inundaciones, sequías, adicciones, pobreza, ignorancia, corrupción, cacicazgos, partidos políticos, crisis económicas, narcotráfico, ejecuciones, inseguridad, ilegalidad, ambulantaje, etcétera. Desde esta perspectiva, nuestro cuadro “epidemiológico” hace ver a Egipto como una caricatura de nación en crisis. ¡Mucho cuidado con esta clase de comparaciones! Porque al Faraón y a su pueblo la peste les llegó por causa de su desobediencia y rebeldía ante el Todopoderoso. Lo que le está pasando a México, por lo tanto, podríamos pensar, es consecuencia de su pecado delante de Dios.
Al grado de descomposición institucional en el país hay que añadir lo que a los ojos bíblicos significa la transgresión de la ley divina, como por ejemplo la legalización del aborto o de los matrimonios homosexuales o la permisión para portar ciertas cantidades de droga. Adquirir un perfil moderno y democrático le ha salido caro al país.
¿Será, entonces, que nuestro alcance de prevaricación (“quebrantamiento de una ley”) delante del Señor ha acarreado nuestros males? Cuesta trabajo aceptarlo, por lo menos en nuestra casa. Es muy fácil afirmar que Dios ha castigado duramente al continente asiático (con tsunamis, gripe aviar, etcétera) debido a su idolatría y a la corrupción de sus costumbres y hábitos alimenticios. Pero… ¿y a nosotros?
Vivimos una época de incredulidad y sospecha. Muchas personas medianamente educadas consideran que creer en Dios no sólo es una pérdida de tiempo, sino que también implica un retroceso intelectual. Con ligereza aducen: “Es que soy agnóstico”, como si eso los volviera superiores. No creer y sospechar van de la mano. Por eso, bajo ningún concepto “racional”, nos podemos atrever a afirmar que las pestes que estamos padeciendo son castigo de Dios.
Pero el cristiano verdadero sabe que esto que vivimos es consecuencia del alto nivel de descomposición social, moral y ética de nuestra nación, que corroe desde los estratos más altos hasta los inferiores; consecuencias lógicas de una estructura corrompida y carente de solidaridad con las clases más desfavorecidas. ¿Y los fenómenos naturales? Signo de los tiempos, fruto de políticas ineficientes en materia de planeación ecológica; resultado del consumo ávido e irracional de los recursos no renovables.
Cualquier otra explicación lógica es aceptable, menos atribuir nuestras desgracias y pasiones doloridas en tiempos de la influenza al juicio Divino. Quien afirme cosa semejante, pobre ingenuo, es oído con una risita condescendiente y recibido con una palmadita en la espalda: “Ya está bien, muchacho(a), te creemos, no te sulfures”.
¿Será que el cristianismo histórico ya no cabe en este mundo rebasado por la historia?
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junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario
Quizá habrá aquí diez justos...
Por Félix Martínez García
La más gratificante es saber que, entre nosotros, viven al menos diez justos. Viene a mi mente el pasaje de Génesis 18, cuando Abraham intercede por una decadente y pecadora ciudad –tan parecida ahora a la nuestra– a la que Dios iba a destruir, en la que, ni siquiera, una decena de justos fue hallada para que Dios no destruyese a esa gente.
La presencia de justos a lo largo de los tiempos ha propiciado el engrandecimiento de la paciencia de Dios y una oportunidad más para que los demás busquemos el rostro de Dios. Es necesario entonces definir cómo son los justos de nuestros tiempos.
Por ejemplo, en los tiempos del rey Herodes, Dios tenía en su memoria a dos personas que el evangelista Lucas describe como un hombre y una mujer sin reprensión alguna, acatando todos los mandamientos y estatutos de Dios.
Los justos de nuestros tiempos no son diferentes. Son hombres y mujeres temerosos de Dios. Pero ¿dónde están?, ¿quiénes son?, ¿cómo viven? Sólo Dios los conoce y, dicho sea con mayor propiedad, ellos conforman la Novia de Cristo.
Pero estamos convencidos de que hoy, como en los días de Herodes, estos justos tienen un nombre, un oficio, un hogar. Zacarías y Elisabeth, justos que habitaron este mundo hace más de dos mil años, hacían de esta tierra un lugar de adoración a Dios. Por eso Dios volteó la vista hacia ellos.
Pero no los sacrilicemos. La Biblia no esconde las fallas humanas. Porque inclusive estos justos tuvieron debilidades. Es sabido cómo Zacarías, un hombre viejo, cuando escucha a un ángel que iba a ser el progenitor de Juan el Bautista, este justo no creyó y por esa causa permaneció mudo hasta el nacimiento del niño.
La falta de fe en el anuncio del ángel evidencia la naturaleza humana de Zacarías, el justo; del mismo modo, los justos de nuestros tiempos tienen éstas y otras debilidades. Poder ver este comportamiento en los justos nos hace apreciar aún más la misericordia de Dios, porque perdonó la destrucción de esta pecadora ciudad y, para eso, hubo, al menos, diez justos de carne y hueso.
Ahora bien, en esta contingencia sanitaria Dios fue fiel…
¿Pero tú? ¿Qué pensaste cuando oíste por primera vez las extremas medidas tomadas por el gobierno mexicano? ¿Te dio miedo o te dio gozo? ¿Te acordaste de Dios o lo dejaste al final de tus pensamientos? ¿Qué planeaste hacer con tus hijos? ¿Pensaste en el apocalipsis, en el rapto, en los tiempos finales o saliste corriendo a realizar compras de pánico?
Quizá, como a Elías, hombre de semejantes pasiones a las nuestras, te entró el terror.
¿Pero, acaso no está escrito que el justo por la fe vivirá y el que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente?
¿Acaso no está escrito que el justo dice a Jehová: Esperanza mía y castillo mío?
¿Acaso no está escrito que Dios libra al justo del lazo del cazador y de la PESTE destruidora?
Porque muchos cristianos modernos en esta contingencia confiaron más en el Teraflú, el tapabocas y la vacuna de la influenza que en la oración del justo, que obra eficazmente. Otros, más tibios, se pusieron el tapabocas, simplemente, por si fallaban las promesas de lo alto.
Por Félix Martínez García
Y eran ambos justos delante de Dios,
andando sin reprension en todos los
mandamientos y estatutos del Señor
Lucas1-5.
En el contexto de la alerta sanitaria por el virus de la influenza humana, no pude resistir enviar un mensaje al pueblo cristiano, porque esta contingencia epidemiológica tiene una connotación espiritual que no debe pasar inadvertida.
andando sin reprension en todos los
mandamientos y estatutos del Señor
Lucas1-5.
En el contexto de la alerta sanitaria por el virus de la influenza humana, no pude resistir enviar un mensaje al pueblo cristiano, porque esta contingencia epidemiológica tiene una connotación espiritual que no debe pasar inadvertida.
Porque hay que saber leer estos últimos acontecimientos desde la perspectiva espiritual, desde el punto de vista divino, de las Sagradas Escrituras, para entender que a este país, a esta ciudad, Dios la tuvo en su noticia y salvó a la población de un mal mayor, porque en esta ciudad y en este país viven, al menos, diez justos.
La misericordia de Dios se hizo patente, porque sólo un Dios misericordioso acepta truncar una catástrofe mayor y, aun en los casos fatídicos, un castigo mayor. Porque sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, por eso debemos sacar lecciones importantes de esta crisis sanitaria.La más gratificante es saber que, entre nosotros, viven al menos diez justos. Viene a mi mente el pasaje de Génesis 18, cuando Abraham intercede por una decadente y pecadora ciudad –tan parecida ahora a la nuestra– a la que Dios iba a destruir, en la que, ni siquiera, una decena de justos fue hallada para que Dios no destruyese a esa gente.
La presencia de justos a lo largo de los tiempos ha propiciado el engrandecimiento de la paciencia de Dios y una oportunidad más para que los demás busquemos el rostro de Dios. Es necesario entonces definir cómo son los justos de nuestros tiempos.
Por ejemplo, en los tiempos del rey Herodes, Dios tenía en su memoria a dos personas que el evangelista Lucas describe como un hombre y una mujer sin reprensión alguna, acatando todos los mandamientos y estatutos de Dios.
Los justos de nuestros tiempos no son diferentes. Son hombres y mujeres temerosos de Dios. Pero ¿dónde están?, ¿quiénes son?, ¿cómo viven? Sólo Dios los conoce y, dicho sea con mayor propiedad, ellos conforman la Novia de Cristo.
Pero estamos convencidos de que hoy, como en los días de Herodes, estos justos tienen un nombre, un oficio, un hogar. Zacarías y Elisabeth, justos que habitaron este mundo hace más de dos mil años, hacían de esta tierra un lugar de adoración a Dios. Por eso Dios volteó la vista hacia ellos.
Pero no los sacrilicemos. La Biblia no esconde las fallas humanas. Porque inclusive estos justos tuvieron debilidades. Es sabido cómo Zacarías, un hombre viejo, cuando escucha a un ángel que iba a ser el progenitor de Juan el Bautista, este justo no creyó y por esa causa permaneció mudo hasta el nacimiento del niño.
La falta de fe en el anuncio del ángel evidencia la naturaleza humana de Zacarías, el justo; del mismo modo, los justos de nuestros tiempos tienen éstas y otras debilidades. Poder ver este comportamiento en los justos nos hace apreciar aún más la misericordia de Dios, porque perdonó la destrucción de esta pecadora ciudad y, para eso, hubo, al menos, diez justos de carne y hueso.
Ahora bien, en esta contingencia sanitaria Dios fue fiel…
¿Pero tú? ¿Qué pensaste cuando oíste por primera vez las extremas medidas tomadas por el gobierno mexicano? ¿Te dio miedo o te dio gozo? ¿Te acordaste de Dios o lo dejaste al final de tus pensamientos? ¿Qué planeaste hacer con tus hijos? ¿Pensaste en el apocalipsis, en el rapto, en los tiempos finales o saliste corriendo a realizar compras de pánico?
Quizá, como a Elías, hombre de semejantes pasiones a las nuestras, te entró el terror.
¿Pero, acaso no está escrito que el justo por la fe vivirá y el que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente?
¿Acaso no está escrito que el justo dice a Jehová: Esperanza mía y castillo mío?
¿Acaso no está escrito que Dios libra al justo del lazo del cazador y de la PESTE destruidora?
Porque muchos cristianos modernos en esta contingencia confiaron más en el Teraflú, el tapabocas y la vacuna de la influenza que en la oración del justo, que obra eficazmente. Otros, más tibios, se pusieron el tapabocas, simplemente, por si fallaban las promesas de lo alto.
Etiquetas:
Influenza,
junio-julio de 2009 no. 17,
Segundo Aniversario
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