Congoja e indignación
Por Juan Elías Vázquez
Van varias veces que quiero escribir lo que pienso y no hallo la mejor manera de expresarlo. Decir que me preocupa e inquieta que ahora las embarazadas puedan optar legalmente por el aborto; que aumenta el numero de divorcios; que exista una iniciativa que busca facilitar ese penoso proceso de separación; que la homosexualidad sea vista como una forma de vida normal y permisible; que los “hombres” puedan embarazarse; que, como cristiano, no hago mayor cosa por remediar tal situación; vaya, ni siquiera alzar mi voz en señal de descontento.
Y no puedo expresarlo sin cierta congoja, porque plantear la anterior serie de preocupaciones lo sitúa a uno en la categoría del ser anticuado y mojigato que ni avanza ni deja espacio para el progreso.
Tengo que aceptar que mi pobre descontento evade el análisis de fondo de los problemas expuestos. Siendo así, mi discurso carece de validez periodística o científica. Esto mío es más parecido a una charla de banqueta, donde un ciudadano expresa su particular punto de vista en un lenguaje llano, carente de rigor reflexivo. Pero, parece, que a eso han quedado reducidas las opiniones contrarias a la corriente de modernidad y de avances sociales que ha traído consigo una nueva clase política. Aquella que se ha propuesto llevar a México a los planos superiores de convivencia, como la que se da en los países más prósperos y avanzados del mundo.
No queda, pues, lugar que valga la pena para los amargados y reaccionarios. Lo único que puedo hacer ahora es verter mi indignación por medio de estas letras y quedarme quieto, pues lejos está de mí pedir el linchamiento o la represión, que tampoco remedian nada ni, mucho menos, pueden alojarse –dichas intenciones– en el corazón de un cristiano.
Lo peor sería que yo me creyera el apóstol Pablo, quien –dice el libro de Hechos– “se deshacía su espíritu” viendo la ciudad de Atenas entregada a la frivolidad y la idolatría. Entre paréntesis, ese pasaje también narra lo siguiente: “Entonces todos los atenienses y los huéspedes extranjeros, en ninguna otra cosa entendían, sino en decir o en oír alguna cosa nueva” (Hech 17:16, 21).
No obstante, encuentro que el mismo apóstol dijo: “Sed imitadores de mí, como yo de Cristo”. Esta convocación de san Pablo es mucho más alentadora que todo lo que hasta ahora he oído. Porque, ¿qué hizo Pablo en Atenas; en esa ciudad, donde los políticos acomodados en el nido de la democracia derrochaban al máximo su libertad en tareas tan vanas como el oír y seguir cualquier cosa, siempre y cuando fuera nueva? Disputaba en la sinagoga con los religiosos y predicaba las Buenas Nuevas en las plazas a quienes querían escucharlo. Algunos, casi todos, tomaron la enseñanza de Pablo como nueva y efímera palabrería, y como tal terminaron desechándola. De Atenas, la red del pescador sacó pobre recompensa: Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Damaris y otros poquitos con ellos. ¿Cuántos estamos dispuestos a predicar en las calles y en las plazas las verdaderas Nuevas de Cristo a los pocos o muchos que nos quieran oír, y cuántos seguiremos yéndonos en pos de cualquier cosa nueva? Mi inquietud sigue.