viernes, 20 de junio de 2008

La mirada triste del Señor

El día que Jesús guardó silencio
Por Batista Cortés

Aún no sé si ocurrió o fue un sueño. Sólo recuerdo que esa noche el cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear... Me encontré en aquel inmenso salón con un pared llena de tarjeteros, como los de las grandes bibliotecas. Los ficheros tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención uno titulado: “Muchachas que me han gustado”. Lo abrí por curiosidad y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por la impresión: había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡se trataba de las chicas que a mí me habían gustado!
Empecé a sospechar dónde me encontraba. Este inmenso salón de interminables ficheros era un crudo catálogo de mi existencia. Estaban escritas las acciones de toda mi vida, pequeños detalles y momentos que ya había olvidado. Por curiosidad abrí ficheros al azar para explorar el contenido.
Algunos me trajeron alegría y recuerdos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan intenso, que tuve que voltear a ver si alguien me observaba. El archivo “Amigos” estaba al lado de “Amigos que traicioné”. Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo. “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Consuelo que he dado”, “Chistes sucios que conté”. Otros títulos eran: “Cosas hechas cuando estaba molesto”, “Videos que he visto”, en fin... no dejaban de sorprenderme de los títulos.
Estaba atónito del volumen de información de mi vida. ¿Tuve tiempo para escribir cada una de esas millones de tarjetas? Pero cada ficha confirmaba la verdad. Cada una, escrita con mi letra y firmada por mí. Cuando vi el archivo “Canciones que he escuchado”, quedé atónito al descubrir que tenía más de tres cuadras de profundidad y ni así le vi fin. Me sentí avergonzado por la cantidad de tiempo que demostraba haber perdido.
Llegué al archivo “Pensamientos lujuriosos” y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Sólo abrí el cajón unos centímetros. Me avergonzaría conocer su tamaño. Saqué una ficha al azar y me sentí asqueado al constatar que “ese” momento, que yo creía escondido en la oscuridad, había quedado registrado. No necesitaba ver más... un instinto animal afloró en mí, un pensamiento dominaba mi mente: ¡nadie debe de ver estas tarjetas jamás! ¡Tengo que destruirlas! En un frenesí insano arranqué un cajón, sólo para descubrir que no podía siquiera arrancar una sola tarjeta, pues eran más duras que el acero. Vencido e indefenso, devolví el cajón a su lugar.
Empecé a sollozar. En eso, el título de un cajón pareció aliviar mi situación: “Personas a las que les he compartido el Evangelio”. Al abrirlo, no encontré ni diez tarjetas. Las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos. Caí de rodillas al suelo, llorando amargamente de vergüenza. De nuevo volví a pensar: “Nadie debe entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre”. Mientras me limpiaba las lágrimas, lo vi... ¡Oh, no! Por favor, ¡no!, ¡cualquiera, menos Jesús!Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. Intuitivamente, Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tiene que leerlos todos? Con tristeza buscó mi mirada, y yo bajé la cabeza de vergüenza… y seguí llorando amargamente. Él se acercó, puso su mano en mi hombro y no dijo una sola palabra. Ese día, Jesús guardo silencio... Volvió a los archiveros y empezó a estampar su nombre en cada tarjeta encima de mi firma. ¡No!, grité. Tu nombre no tiene por qué estar en esas fichas. No son tus culpas, sino las mías. Pero Su nombre cubrió el mío, escrito con su propia sangre. Me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas. No entiendo cómo lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura y creí escucharlo decir: “Consumado es... Yo he cargado con tu vergüenza y tu culpa”.
Aún no sé si fue sueño, visión o realidad... de lo que sí estoy convencido es que la próxima vez que Jesús vuelva a ese salón encontrará más fichas de qué alegrarse, menos tiempo perdido y menos fichas vanas y vergonzosas…

¿Qué buscas entre los muertos?
Editorial

La pregunta angelical nos invita a reflexionar: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” ¿Tiene el cristiano algún beneficio en asomarse a los altares de muertos o las fiestas de Halloween?
En el Antiguo Testamento se prohibía expresamente al sacerdote contaminar sus vestiduras o sus personas con la cercanía de cadáveres. Según la Palabra de Dios, nosotros somos reyes y sacerdotes para la gloria de Dios. Deberíamos tener cuidado de no usar nuestras vestiduras irreflexivamente. Ser cristiano es cuestión de fe. Por ejemplo, en el bautismo creemos que nace una nueva persona. Si no hay fe, el “bautizado” únicamente se mojó en agua. Así pasa con los días de brujas y muertos. La Biblia dice que nuestra lucha es contra espíritus que vagan por los aires. Es cuestión de creerle a la Palabra de Dios. Al abrir nuestra casa o permitir que nuestros hijos asistan a fiestas de muertos, abrimos puertas a espíritus inmundos. Hermano, ciérrale al diablo la puerta de tu casa y tu corazón. Porque nuestro Señor es Dios de vivos, no de muertos.